Archivo de la categoría: Al borde del abismo

Postal de Navidad

Navidad - Imagen pública
Navidad – Imagen pública

por María Mañogil

“El niño ha muerto y no es Pascua; es Navidad.
Acaba de nacer y ha muerto de hambre y de frío.
Lo oí llorar, como en el mismo suave susurro que desprenden a lo lejos las olas del mar al roce con el viento, pero no le di importancia. Ya se le pasará, pensé. Y después me dormí”.

Cuando los niños lloran hay que escuchar, siempre tienen algo que decir.

Hoy las luces de mi calle brillan con mayor intensidad que otros días.
Miro a través del cristal de mi ventana, aún cubierta por una especie de neblina, recuerdo de la última vez en la que el cielo cambió su color, de gris a marrón rojizo y en vez de agua clara, arrojó una mezcla de ésta y de barro. El fuerte viento que más tarde pareció salir desde una tumba cavada bajo las aceras se encargó de lo demás: esparcir esa mezcla y ensuciar todo cuanto quiso tocar en su paseo por el mundo de los vivos.

Podría nevar, pero no lo hará. Lo sé porque no siento ese frío helado y seco sobre mi cara, como sí lo he sentido años anteriores.

Abro la ventana y contemplo, ahora con nitidez, las luces blancas y amarillas en forma de estrella que parpadean en los balcones de las casas de enfrente. Debajo de uno de ellos hay un Papá Noel muy grande, casi del mismo tamaño que una persona adulta, intentando trepar por la pared.

Las hojas del árbol que está justo debajo de mi casa bailan al son de la música que desprende el mismo mecanismo que hace apagarse y encenderse las luces de uno de los balcones. Es un vilancico: Noche de paz.

Cuando los niños lloran no hay noches de paz, tan solo se puede buscar la paz dentro de un dibujo, una fotografía o una postal como la que he descrito. Esa es la imagen de la Navidad, la que sale en las postales, pero no es la real.

Navidad - Imagen pública
Navidad – Imagen pública

El espíritu de la  Navidad

Siempre quise que mi Belén tuviera un Caganet. Es la típica figura (muy famosa en Cataluña y en Baleares) de un pastorcillo agachado defecando.

Un año me lo regaló mi madre, pero lo perdí. Quizás uno de mis gatos lo utilizó de juguete y se lo llevó a sus aposentos y a mi perro se le antojó como postre y acabó siendo un Caganet cagado. Nunca lo sabré.

Este año mi Belén es muy pobre. Como debe ser un Belén si queremos recrear lo que en verdad simboliza: el nacimiento de un niño hijo de un carpintero.

No queda mucho de religioso en la Navidad, mas bien se ha convertido en un ritual que sirve de excusa para reunir a familias que no se ven ni se hablan el resto del año, para regalar cosas que no se van a usar en la vida, pero que agradecemos e intercambiamos por otras que sabemos que tampoco van a ser usadas. No importa, lo que cuenta es la intención.

La Navidad es para los niños. Ellos son los verdaderos protagonistas de las fiestas, los que se merecen esa ilusión que perderán con los años y que ahora les hace sentirse como se debería sentir cada niño y cada niña siempre: feliz.

No soy una persona pesimista, aunque a veces lo parezco. En realidad me río mucho y disfruto de cada momento como lo que es, único. Mucho más en estas fiestas.

Me encanta ayudar a preparar la cena de Nochebuena con mi familia y cada año montamos todos juntos una fiesta que incluye karaoke, chistes y anécdotas típicas de cada uno, que se repiten todos los años, pero que no por eso dejan de ser divertidas.

Sólo tengo un problema, no soy inmune al dolor ajeno ni puedo cerrar los ojos ante lo que veo a mi alrededor. Por eso el espíritu de la Navidad no vive en mí del todo; digamos que está moribundo. 

Navidad - Imagen pública
Navidad – Imagen pública

Ningún niño sin regalo de Navidad. Es el nombre, o algo parecido, de una de las muchas campañas que se hacen cada año porque, eso sí, en diciembre nos volvemos todos muy solidarios. Aunque no debería ser solidaridad lo que hiciera que cada niño tuviera un juguete.

Papá Noel y los reyes Magos hacen muy bien su trabajo; no se puede decir lo mismo del gobierno de mi país, igual que el de muchos otros países.

No se trata de hacer campañas solidarias ni de dar limosnas, sino de justicia. Que cada niño tenga un juguete no significa que el resto del año vaya a tener la posibilidad de vivir dignamente, como se merece.

Lo justo sería que cada papá o cada mamá pudiese garantizar que sus hijos comerán todos los días tres, cuatro o las veces que haga falta, con su propio sueldo ganado con su trabajo. Trabajo que hoy se les niega y no porque no haya, pues hay personas en este planeta que ocupan once o doce cargos con sus respectivos sueldos, mientras hay otras que duermen en un banco del parque tapados con unos cartones que encuentran en la basura.

Luego nos llaman inhumanos cuando nos alegramos de que una de esas personas a las que les regalan tantos puestos de trabajo haya muerto, incluso nos llaman asesinos.

Asesino es quien mata, no quien se alegra.

Inhumano es ver que familias enteras pasan hambre, tener el poder de cambiarlo y mirar hacia otro lado.

Navidad - Imagen pública
Navidad – Imagen pública

Inhumano es lo que están haciendo en mi país: decidir no abrir los comedores escolares estas navidades poniendo como excusa que los niños padecen obesidad. Las familias de esos niños no tienen recursos para poder alimentarlos adecuadamente.

No sé de dónde se ha sacado el “señor” presidente de la comunidad de Madrid que las personas obesas no necesitan comer para sobrevivir. Supongo que debió estudiar eso en el mismo curso que parece que les dan a todos los ministros y demás calaña del gobierno de España para aumentar sus capacidades de decir gilipolleces en público. Ese curso lo aprobó en su día la ex ministra de sanidad con matrícula de honor. Por no decir de unos cuantos alcaldes a los que yo les haría un monumento a cada uno al más gilipollas del mes e iría alternándolos cada día, porque no sabría por quién decidirme.

No se me olvida otra estampa navideña publicada recientemente en los periódicos de mi ciudad: El castigo que le fue impuesto hace unos días a una anciana en un comedor social por “mal comportamiento” al quejarse de la comida. Le negaron la entrada al comedor.

Entender que se castigue sin comer a un anciano por quejarse de algo, es imposible para mí, ya que he trabajado durante años con ancianos y jamás se me habría ocurrido imponerles ningún castigo.

Si alguien que trabaja en uno de esos comedores sociales, que se supone ha recibido una formación académica para trabajar allí, se atreve a hacer eso y el ayuntamiento o la comunidad autónoma a la que pertenece se lo permite, ni el alcalde ni el presidente deberían ocupar el puesto que ocupan.

Para tratar con ancianos hay que tener un mínimo de conocimiento y no me refiero a estudios, sino a cordura y sentido común. Lo mismo pasa para tratar con niños.

Cuando es el propio gobierno el que se despreocupa tanto de unos como de otros, no es apto para gobernar.

Tampoco se me olvida que, no escribiendo sino publicando lo que estoy escribiendo, me convierto en una delincuente para mi país, ya que ayer se aprobó en el parlamento una ley mediante la cual la libertad de expresión queda limitada a la voz de unos cuantos y restringida para el resto. Ese resto somos, precisamente, los que tenemos mucho que decir.

Aun así, lo hago a sabiendas de que me pueden sancionar si no pongo especial cuidado en las palabras que escribo (algo que no he hecho ni haré nunca), puesto que a las cosas hay que llamarlas por su nombre.

El villancico

Sigo oyendo Noche de Paz. Me llega el sonido desde las luces blancas y amarillas en forma de estrella y me pregunto si el Papá Noel colgado en el balcón de enfrente sentirá vértigo. El mismo que siento yo al escuchar las palabras que dice la canción con las que he intentado mitigar la melodía repetitiva del famoso villancico.

“Cuando los niños lloran, decidles que lo hemos intentado. Cuando los niños canten, un nuevo mundo comenzará”.

El llanto de un niño debería ser suficiente para llamar la atención de cualquier persona; por desgracia, el llanto de millones pasa desapercibido para algunas.

Mi deseo para esta Navidad es que ningún niño siga nunca el ejemplo de esas últimas.

Para ellos, para los niños es mi postal de Navidad. Para que cambien el mundo, porque sólo ellos pueden hacerlo desde la inocencia y la ilusión.

Nada más importa

Pareja - Imagen Pública
Pareja – Imagen Pública

por María Mañogil

Ayer me preguntaron si yo había sido infiel alguna vez. Yo respondí:

-”Define la palabra infiel, sino no te puedo responder”.

Mi interlocutora, como era de esperar, no supo darme la definición correcta de esa palabra y comentó que yo la estaba liando y al acabar la conversación dio por hecho que mi respuesta era sí y que no quería decirlo de una manera tan clara.

Yo me he molestado en buscar la definición en la RAE antes de empezar a escribir este texto. Me gusta estar informada de los temas sobre los que escribo además de dar mi opinión personal, ya que soy bastante aficionada a meter la pata mientras hablo y no me gustaría hacerlo también escribiendo. Aunque tampoco pasaría nada; con las palabras, cagarla la cagamos todos y no suele salir nadie perjudicado.

No voy a poner aquí ninguna de las definiciones de “infiel” porque sobre la que quiero hablar es a la que se refería mi amiga y la que, precisamente, es sólo una pequeña parte dentro de las tres que he encontrado (o así lo entiendo yo). Sólo quiero decir, antes de dejar el tema de las definiciones, que según la RAE, yo no me libro de ser infiel en ninguna de ellas, pero que mi amiga se equivocó al juzgarme. Eso pasa por utilizar una palabra sin saber su significado.

OFRECER NO ES DAR

Para saber si hemos sido infieles a nuestra pareja, primero deberíamos tener muy claro lo que entendemos por pareja y, sobre todo, lo que esté pactado dentro de la misma (sea de forma verbal o por escrito).

Cuando se empieza una relación de pareja, supongo que se ha tenido que pasar antes por una fase,  la de conocerse para saber qué es lo que cada uno quiere ofrecer al otro.

Ofrecer no es dar y esperar recibir algo a cambio, pues en ese caso sería intercambiar.

Ofrecer es acercar tu mano con un regalo en ella y esperar a que la otra persona decida si lo acepta o no.

Y en una relación sincera se ofrece lo que se quiere ofrecer, independientemente de que lo que ofrezca el otro sea mayor o menor que lo que ofrece el primero ,o que simplemente sea nulo, ya que nadie obliga a nadie. Si existe obligación no es una relación, es una sumisión y ya no hablaríamos de ofrecer, sino de exigir.

Tampoco podemos pretender que el otro acepte todo lo que le ofrecemos porque entonces estaríamos imponiendo y no ofreciendo.

A una pareja no se da nada, ni se cambia, ni se exige, ni se reclama; simplemente se ofrece.

Eso sí, lo que somos realmente no es una ofrenda. Eso ya viene incluido de fábrica y lo aceptamos sí o sí.

Si después de conocerlos no aceptamos tanto los defectos como las virtudes del otro, lo mejor es que cambiemos de pareja y no nos compliquemos más. A las personas no se las moldea, para eso está el barro.

Si digo que “supongo”que esto es así y no lo aseguro es porque mis relaciones de pareja han sido de todo tipo (la mayoría un desastre) y en alguna ocasión me he saltado esa fase de conocimiento mutuo. Me imagino que ese es uno de los motivos por los que han fracasado. Y porque he aprendido de todos esos errores para no volver a cometerlos en una futura relación, pero no los llegué a poner nunca en práctica.

Dicen que una pareja no pueden ser nunca amigos, pero yo no estoy de acuerdo. A partir de mi experiencia con este tema, no es que no puedan, DEBEN ser amigos.

Si dos personas no se conocen, si no conocen el uno del otro sus gustos, sus debilidades, sus miedos, sus expectativas…por muy bien que se lleven, su relación se convertirá en un tanteo en el que cada uno deberá jugar a las adivinanzas y a las apuestas con el otro.

No digo que no pueda funcionar una pareja que haya comenzado así, sólo que será mucho más difícil y más arriesgado. Y si no comienza así, por lo menos, a medida que pasa el tiempo, debe surgir esa amistad, basada por supuesto en la confianza, el pilar en el que se apoyan todas las relaciones, sean del tipo que sean.

Pareja - Imagen Pública
Pareja – Imagen Pública

LA INFIDELIDAD DENTRO DE LA PAREJA

Cuando ya tenemos claro qué entendemos por una pareja y le hemos ofrecido lo que queríamos ofrecer, podemos hablar de lo que es la infidelidad.

En nuestra sociedad monógama está mal visto y damos por hecho (a no ser que se haya pactado lo contrario entre las dos personas) que serle infiel a nuestra pareja está mal y que no debemos hacerlo.

Bueno, pues yo no estoy de acuerdo.

Cuando decidimos tener pareja no lo hacemos para convertirla en parte de nosotros ni para que nos complemente ni nos dé lo que nos falta. Para eso nos podemos apuntar a unas clases de baile, leer un libro que nos guste, masturbarnos (si lo que nos falta es sexo), comprarnos una tele nueva o lo que se nos ocurra, siempre que sea lo que creemos que necesitamos en nuestra vida para ser felices. Pero una pareja es alguien a quien elegimos y quien nos elige, no para ser más felices que estando solos, sino para compartir con ella esa felicidad que ya sentimos.

Por supuesto que la vida no es todo felicidad y que los momentos difíciles y dolorosos también se deben compartir antes que tragárselos y vivirlos en soledad, pero ni siquiera eso convierte a nuestra pareja en parte de nosotros. Nuestra pareja es una persona diferente, con ideas, gustos y opiniones diferentes y, sobre todo, con decisiones diferentes que a veces tomará con nosotros y otras veces no.

Mis decisiones, tenga pareja o no, las tomo yo. Eso sí, las consecuencias de mis decisiones también las asumo yo.

LOS CIGARRILLOS DEL EX FUMADOR

Mi amiga piensa que yo respondí a su pregunta con un sí, pero se equivoca. Si no estoy de acuerdo con lo de que “debemos ser fieles” es porque no existe ninguna obligación de serlo.

Por poner un ejemplo:

Si mi pareja se acuesta con otras personas es su decisión, no la mía. Y la ha tomado él o ella.

El día que yo me entere de eso, será mi decisión mandarla a la mierda y  tendrá que asumir las consecuencias de la decisión que tomó y aceptar la mía.

Yo dejé de fumar llevando un paquete de cigarrillos en mi bolso. No lo tiré a la basura.

Los cigarrillos siguen ahí y el día que yo decida fumarme uno lo haré porque lo habré decidido, no porque el tabaco esté al alcance de mi mano, ya que ahora también  lo está y no lo he hecho.

No se trata de fuerza de voluntad, sino de capacidad para decidir. Nadie me obliga a fumar ni nadie me lo impide. Conozco las consecuencias de volver a fumar y las asumiré en el momento en que vuelva a encender un cigarrillo.

Ser infiel o no serlo es una decisión personal, igual que fumar.

Las consecuencias no son las mismas, claro, pero el ejemplo sirve.

Pareja - Imagen Pública
Pareja – Imagen Pública

EL CORNUDO Y EL CORNEADO

Tener una pareja a la que se adora y con la que se es feliz y decidir serle infiel con el riesgo de perderla, es ser idiota.

Tener una pareja con la que no se es feliz y necesitar tener sexo con otras personas para compensar, pero seguir con esa pareja, es ser idiota.

Ser infiel y sentirse bien haciéndolo, debería ser genial para quien lo hace.  Hacerlo para después sentir remordimientos, es equivalente a limarle los cuernos a un toro, bajarse los pantalones y dejar que te los clave en el culo.

¿Quién lo pasa peor entonces, el cornudo que no se entera de nada o el corneado que tiene que andar escondiéndose para que no lo descubran y encima se siente culpable por haberlo hecho?

¿No sería más fácil no tener pareja y así poder disfrutar, quien quiera, de ir cambiando de amante cuando le apetezca sin que nadie se sienta engañado?

Cuando alguien desea tener una relación liberal y poder acostarse con quien quiera, además de con su pareja, debería ofrecerlo al iniciar la relación. Quizás la otra persona lo acepte y ofrezca lo mismo y entonces sería una buena relación.

Todo lo que se haga a partir de la sinceridad, del diálogo y con el consentimiento de las dos partes, por mal que le parezca a los demás, estará bien. Pero cualquier relación que se base en el engaño está destinada al fracaso, al igual que la que se base en la desconfianza.

Habría que preguntarse qué es más preocupante, si cometer una infidelidad hacia nuestra pareja o cometerla hacia nosotros mismos compartiendo nuestra vida con una persona que no nos satisface sexualmente o con la que no nos sentimos bien o en la que no confiamos.

EL DETECTIVE PRIVADO

Hace unos días me he visto envuelta en una historia sin tener nada que ver en ella.

Una pareja se ha roto, según la apreciación de una de las partes, por mi culpa.

Lo único que hay mío en esa historia son unos mensajes privados que intercambié con un buen amigo, que fue mi pareja hace más de veinte años y con el que me llevo genial.

Unos mensajes que pertenecen a mi intimidad, que son parte de mis recuerdos y de los de ese amigo y que nadie debería haber leído más que nosotros, pero que alguien leyó para intentar descubrir una supuesta infidelidad que nunca se dio.

Leer los mensajes privados de otra persona sin su permiso es como leer sus cartas y eso es un delito.

Cuando esa acción la realiza alguien en quien confías, además de un delito se convierte en un motivo para no volverle a mirar a la cara, que es lo que hizo mi amigo con esa persona.

No había ningún indicio de infidelidad en esos mensajes, pero eso ya no importa. Nadie tiene el derecho a invadir la intimidad de nadie, tampoco la de su pareja.

No me importa que mis hijos me vean desnuda, pero no me haría ninguna gracia que entraran a mi habitación mientras yo estoy dentro con la puerta cerrada y sin haber llamado antes, esté sola o acompañada. Por eso yo tampoco lo hago.

Jugar a los detectives está muy bien, pero cuando somos pequeños. De mayores, si disponemos de la madurez suficiente, lo más sensato es preguntar lo que queramos saber a las personas que han depositado su confianza en nosotros.

Y si no confiamos en ellas lo mejor que podemos hacer es alejarnos y buscar a otras.

Yo seguiré tomando mis decisiones y no me traicionaré nunca a mi misma teniendo relaciones sexuales con una persona mientras estoy deseando tenerlas con otra, sea ahora mi pareja o no.

Nadie me obliga a ser fiel, pero lo soy conmigo y, como dice una canción que me encanta y a la cual he robado el título de este texto, «Nothing else matters». Nada más importa.

Por si la queréis escuchar, os la dejo:

A ti

Carta - Imagen Pública
Carta – Imagen Pública

por María Mañogil

Gracias por haberte quedado conmigo y no haber salido espantado como hicieron los demás.

Gracias por no haber sentido miedo al escuchar la palabra prohibida, esa a la que todos temen porque creen, en su ignorancia, que se van a contagiar, que su sonido puede envolverlos en ella, en lo que ella invoca. Porque ella es una diosa vestida de blanco, bella como una flor blanca envenenada.

Ellos lloran en silencio porque creen que sus lágrimas pueden limpiarlo todo, como el suero que limpia los restos de sangre adheridos a la piel, como el fuego que convierte en humo y aparenta eliminar todo lo que se niegan a ver.

Y barren las cenizas mientras van lentamente inhalando el aire, ahora mezclado con lo que quieren apartar de sus vidas: el miedo.

Ahora piensan que no existe porque ya no lo ven; está dentro de cada ser que habita el mundo en el que ellos morirán igual que nosotros morimos ayer.

Carta - Imagen Pública
Carta – Imagen Pública

No les culpo. Ellos creen que si no escuchan vivirán eternamente.

Gracias por haber respirado de cerca, por haber tragado de mi aliento las palabras, por no haberlas expulsado, por no haberlas quemado, por no haber salido huyendo.

Por permanecer a mi lado con los ojos abiertos, contemplando mi silencio mientras no pude hablar, por haber comprendido mi miedo y por haberme hecho sentir el tuyo.

Gracias por no haber enmudecido y por haber tenido el valor de preguntar lo que nadie más quiso saber, por temor a escuchar, por no hacerme hablar, por no lastimarme.

A ti, que entendiste que la verdad sólo duele cuando se calla.

A ti, que sabes quien eres porque nadie más que tú pudo ser.

Carta - Imagen Pública
Carta – Imagen Pública

A ti te agradezco que me ayudaras a rasgar el velo de la diosa, blanco, inmaculado, para sumergirlo en la sangre envenenada que nadie más se atrevió a tocar.

Ellos quemaron todo y extendieron su mano para ayudarme, desde lejos, con los ojos cerrados.

Tu mano fue la única que sentí sobre la mía manchada de sangre, mientras el resto del mundo se iba alejando, mientras yo escuchaba su llanto.

A ellos nunca los he culpado; son débiles.

A ti, te amo.

El Ying y el Yang

Ying Yang - Imagen Pública
Ying Yang – Imagen Pública

por María Mañogil

Llevo colgado del cuello un cordón azul oscuro, casi negro, que rescaté del fondo de uno de esos cajones en los que guardo cualquier cosa que no sé donde guardar. Creo que todos debemos tener un cajón así en casa, en los que se puede encontrar desde un tornillo hasta un trozo de papel de regalo medio arrugado que algún día reciclaremos envolviendo con él un obsequio de esos que hacemos porque sí, porque nos apetece.

En cada uno de los extremos de ese cordón azul hay un cierre, también encontrado casualmente en el famoso cajón de las cosas denominadas “inútiles de momento, pero que pueden dejar de serlo en el instante más oportuno”, y en ese cierre hay enganchado un colgante plateado, una especie de amuleto pequeñito, en el cual se puede identificar claramente el símbolo del ying y el yang.

Ese amuleto adorna mi cuello siempre, desde que me levanto hasta que me acuesto y no es porque yo sea supersticiosa y piense que va a atraer la suerte a mi vida, pero me lo regaló mi hija hace unos meses y desde entonces no me lo he quitado.

El ying y el yang simbolizan las dos caras de una misma moneda: el bien y el mal, lo masculino y lo femenino, lo racional y lo espiritual, todo y nada, lo que tenemos y lo que nos falta. Lo que somos todos, al fin y al cabo: dos mitades unidas que son cada una el reflejo especular de la otra.

Aunque cataloguemos todo por inercia de malo o bueno, en verdad todo es bueno y malo a la vez y, a pesar de que ahora se ha puesto de moda llamar bipolar a alguien por sus constantes cambios de humor, confundiendo estos cambios con el trastorno bipolar, que es una enfermedad y debe ser diagnosticada por un psiquiatra y no por cualquier charlatán, la palabra “bipolar” (no la enfermedad), hace

alusión a algo que tiene dos polos y que yo sepa, todos los tenemos. Así que ser “bipolar” debería ser lo más normal del mundo, ya que incluso el agua lo es.

EL EQUILIBRIO

Yo entiendo que ser una persona equilibrada es tener emocionalmente de todo, en pequeñas cantidades y hacer uso de ello moderadamente. Como la tristeza y la alegría no se pueden manifestar a la vez, es lógico que las alternemos y no por eso nos llaman desequilibrados, pero sí lo hacen cuando el intervalo de tiempo entre esas dos emociones es inferior a ¿cuánto? ¿Alguien se ha molestado en hacer un cálculo? Yo no, porque no me importa la facilidad que tengan y el tiempo que transcurra para los demás al alternar estados de ánimo.

Las personas desequilibradas creo que son precisamente las que se mantienen siempre estables o lo aparentan. Deben tener más de ying que de yang o viceversa. Otra cosa es la incoherencia, que hay quien confunde con la inestabilidad cuando no tienen nada que ver. Claro que también hay quien confunde “buenos modales” o “buena educación” con respeto. O formación académica con inteligencia.

 APRENDER A LEER Y A ESCUCHAR

Para llamar incoherente a alguien hay que aprender primero a escuchar, porque hay gente que se dedica a oír, pero no escucha. Lo mismo pasa al leer cuando creen que una serie de palabras desordenadas significa algo en especial. Las palabras van unidas formando frases y esas frases, separadas por comas, puntos, conjunciones o demás, se relacionan con otras frases y así se le da sentido a un texto. Pero hay quien lee sólo las frases que le convienen para después hacer una interpretación falsa de lo que ha leído. Más que falsa, incompleta.

También hay que saber distinguir lo que es una metáfora de lo que no lo es, que eso lo distingue hasta un un niño de seis años. A mí me han llamado incoherente algunas veces cuando lo que querían decir era que soy emocionalmente inestable (más inestable de lo que se considera normal). No me importa; todo el mundo se confunde alguna vez con el significado de las palabras.

También me han llamado incoherente por haber dado mi opinión sobre el aborto y eso sí que no es confusión; es no saber leer o leer frases que no están escritas. Hay gente que podría tener la misma imaginación al leer relatos que al escuchar opiniones, ya que precisamente, quienes inventan lo que no he dicho, suelen ser los mismos que creen al pie de la letra lo que leen en un relato. Espero que no les pase lo mismo en su vida cotidiana.

Ying Yang - Imagen Pública
Ying Yang – Imagen Pública

¿EL DERECHO A LA VIDA O EL DERECHO A NACER?

Yo nunca he defendido la vida ni el derecho a nacer, a pesar de que algunas personas dicen que lo han leído en un texto mío (debido a una mala interpretación al leer, ya que no es lo mismo hablar de un derecho que defenderlo). No conozco a nadie que de verdad defienda las dos cosas, aunque sí la segunda, el derecho a nacer.

Nacer no es lo mismo que la vida, sólo forma parte de ella. Pero antes del nacimiento ya hay vida y después de éste la vida sigue y sólo concluye con la muerte.

Me dijeron que no podía ser que yo defendiera la vida de los animales estando a favor del aborto. ¿Cómo puedo defender la vida de los animales si yo me alimento, entre otras cosas, de animales? Lo que defiendo es su derecho a no ser maltratados y a no utilizar su sacrificio como una diversión. Sólo eso. ¿Que todos tenemos derecho a nacer?, ¿según las leyes de la naturaleza? No es cierto.

Si todos tuviésemos ese derecho, el embrión que no se llegó a formar hace unos meses dentro de mi útero (probablemente por alguna malformación genética) sí se hubiera formado y se hubiese desarrollado como cualquier otro embrión sano y hubiese llegado a nacer fuese cual fuese su malformación.

En mi caso era incompatible con la vida desde su fecundación, pero en el de otras muchas mujeres y hembras de otras especies no lo es y sin embargo su cuerpo lo rechaza. Por lo tanto ese derecho biológico no existe.

En biología no hay nada que suceda por derecho. De ser así no se habrían extinguido especies para que sobrevivieran otras.

¿Todos tenemos derecho a nacer según la ética? No lo sé. En mi opinión no.Todos los días, millones de personas impedimos que se reproduzcan otros tantos millones (o billones) de bacterias, que también deberían tener el mismo derecho a nacer que un humano, un perro, un pez o una cucaracha.

Las personas que, por ética, opinen que nacer es un derecho, que tengan su casa llena de cucarachas, que lleven el cuerpo lleno de picotazos de mosquito y que se nieguen a tomar antibióticos para combatir cualquier infección, que en este último caso ya se encargará su sistema inmunológico de cargarse a las bacterias que pueda sin necesidad de faltar a su “ética”, aunque, dependiendo de la infección que tengan, quizás no sobrevivan para contar lo bien que se sienten por haber respetado el derecho a nacer de esos billones de bacterias.

¿Todos tenemos derecho a la vida? Como digo, y dejando a un lado lo que es biológico y lo que es ético, la vida es mucho más que un proceso. Hay personas que siguen vivas gracias a una máquina que mantiene sus constantes, pero esas personas no están viviendo una vida como la estamos viviendo los demás. Permanecer con vida no es vivir. ncoherencia es defender el derecho a estar vivo y no asegurarse de que el ser al que otorgamos ese derecho va a vivir como le corresponde según su especie.

Por eso me atreví y me sigo atreviendo a llamar hipócritas a la mayoría de las personas que se definen a sí mismas “Provida”. onozco a muchísimas de ellas que justifican ese derecho con las leyes de la naturaleza y otras tantas ¿cómo no? con la trampa de la religión. Conozco también a algunas que aseguran que nunca abortarían, por poner un ejemplo, a un embrión o feto al que se le hubiese detectado síndrome de Down. Me parece una decisión muy correcta, siempre y cuando no intenten obligar a que otras mujeres no lo hagan.

Muchas de esas personas, cuando ven a un niño con síndrome de Down lo miran con compasión y dicen: -”Pobrecito, qué lástima”. Incluso cuando el niño lo está escuchando. Lo de dejar nacer a alguien para después sentir lástima por él y tratarlo como a un monstruo es muy humano.

Yo no he visto a esa gran mayoría de “providas” en ninguna manifestación cuando cerraron la asociación de ayuda a personas con Trisomía 21 (síndrome de Down) de mi ciudad. Tampoco las he visto recaudando fondos para evitar que dicha asociación se cerrara.

Ying Yang - Imagen Pública
Ying Yang – Imagen Pública

Ni las veo defendiendo los derechos de esas personas a ser tratadas como las demás, a ser integradas en los colegios con los demás niños (no recluidos en centros especiales), con los profesores y el soporte adecuado a sus necesidades de aprendizaje, con el fin de que en un futuro se conviertan en adultos independientes y puedan aspirar a los mismos estudios que el resto de sus compañeros y puedan acceder al mundo laboral con las mismas oportunidades que los que nacieron con un cromosoma menos y que son considerados “normales”. Éste es sólo un ejemplo que he querido relatar, pero conozco muchos otros de esas personas que defienden el derecho a nacer, mas no el de vivir (al menos vivir dignamente). ¿Qué por qué he empezado este texto hablando de mi amuleto con el símbolo del ying y el yang e incluso lo he utilizado como título? Porque antes de empezar a escribir estaba observándolo y no sabía cómo empezar. Así que se me ocurrió ser incoherente.

Igual de incoherente que sentirte “Provida-Religioso” y comerte un lechoncito (un bebé indefenso que también es una criatura de Dios) para ponerte morado celebrando la navidad. Igual de incoherente que sentirte “Provida-Biólogo” y regalarle una flor (ser vivo perteneciente al reino vegetal) a tu pareja para demostrarle amor y porque queda muy bonita y decorativa una flor muerta en un jarrón. Igual de incoherente que sentirte “Provida-Moral y ético” mientras te cargas a una mosca (bicho asqueroso y repugnante) porque te molesta que revolotee a tu alrededor.Lo único coherente que hay escrito en los primeros párrafos de este texto es la palabra “desequilibrado”, que queda muy bien con las personas a las que hacen referencia las tres frases anteriores.

O quizás todo sea muy coherente y lo que simboliza mi amuleto tenga mucho que ver con el tema del que he hablado después. Eso que lo decida quien lo lea. Yo me como el lechoncito en navidad, arranco la flor y la pongo en un jarrón y me cargo a las moscas con el spray insecticida porque soy tan asesina como el resto, pero al menos no me hago llamar defensora de la vida y por lo tanto, no soy una hipócrita.

Comida y calle eran sus palabras favoritas

Por María Mañogil

Yo tenía un perro. Estaba conmigo desde chiquitito y dos meses antes de su quinto cumpleaños lo llevé al veterinario para que le practicaran la eutanasia.  Esa tarde de marzo entré allí con él minutos después de haberle dado tres pastelitos de chocolate, que devoró como si nunca me hubiese robado ninguno en casa, mientras estaba despistada.Entró muy feliz en la consulta, como siempre, saltando y saludando a los médicos, a los que conocía desde la primera vez que lo llevé en brazos a ponerle su primera vacuna. Le tomaron mucho cariño, era imposible no hacerlo. Mi perro era todo un personaje, tremendo… Era un amor y no me sorprende, porque la familia de donde procedía también lo es. No conozco a nadie que haya dejado tantas huellas a su paso como él, y no lo digo por todas las cosas que destrozó.

No sé si a todas las madres les pasará lo mismo, pero cuando nació mi primer hijo, uno de los primeros sentimientos nuevos que tuve, fue el de querer protegerlo hasta tal punto que cambiaría su sufrimiento por el mío, aunque para eso tuviese que renunciar a él. No imaginé ese día que, años más tarde, estuviese en la consulta de un veterinario, despidiéndome de un ser peludo que, sin ser mi hijo biológico, llevaba mis apellidos en su pasaporte.

La decisión de tener un perro es la misma que la de tener un hijo, aunque algunas personas no lo vean así. No compras ni vas a buscar a un animal; lo adoptas. Eso implica hacerte responsable no sólo de su alimentación y cuidado, también de cualquier decisión que le afecte en todo momento y durante toda su vida. Y las decisiones más difíciles no se toman a partir de los sentimientos; se toman “a pesar” de ellos.

Podría dedicar todo el tiempo que estoy escribiendo en hablar de la enfermedad de mi perro, pero sería muy triste. O convertir este texto en un relato precioso sobre él, contando cada recuerdo que guardo como un tesoro, cada anécdota divertida… Podría decir que era un buen perro, un poco trasto. Podría explicar que no era un perro guardián, que a cualquier desconocido le prestaba sus juguetes, que le encantaba nadar en la playa y que al escuchar la palabra “ducha” corría por toda la casa y se metía en la bañera, aunque la ducha no fuese para él.

Que “comida” y “calle” eran sus palabras favoritas y que tenía complejo de gato a pesar de que su tamaño era tres veces mayor que el de un gato (supongo que ese complejo se generó a causa del cariño que sentía por sus hermanos felinos), aunque eso sólo suponía un problema cuando intentaba caminar por el respaldo de los sofás, algo un poco complicado para un cuerpo de 30 kilos.

También podría hablar de su sensibilidad y su empatía con los demás, algo tan exagerado que lo podían percibir incluso las personas que no lo conocían. Mi perro era capaz de contagiarse de alegría o de tristeza, simultáneamente, dependiendo del estado de ánimo de la persona con la que se relacionara a cada instante. Si tuviese que hablar de él en este texto, debería decir que los momentos más felices y los más tristes de los últimos cinco años los pasé a su lado: las nocheviejas, los cumpleaños, las reuniones familiares y las excursiones a la montaña. Y también las desilusiones y las historias que me marcaron para mal.

No hay un sólo recuerdo que no evoque, en primer plano, su imagen. Si tuviese que dibujar, cuadro a cuadro, esos cinco años de mi vida, él formaría parte, sin duda, de todos los paisajes.

Mi perro no sólo era un perro, era especialmente el mío. Un día lo llevé al veterinario en vacaciones y el médico que substituía al suyo, a pesar de que leyó su nombre en el ordenador, se dirigió a él como “el perro”: -¡Que entre el perro! Yo respondí: -No es un perro, es mi perro y se llama Pancho. Yo nunca he escuchado a un médico llamar persona a una persona: -¡Que entre esa persona a mi consulta!

Ni perro no era un perro, era una bola de pelo de color crema con una nariz enorme y unos ojos pequeños y expresivos. Pero como digo, no es de él de quien quiero hablar.

Yo quería hablar de lo que llamamos amor, eso por lo que parece que vivimos todos y cuya búsqueda se ha convertido en una prioridad para muchos, además de en la desesperación de otros al no encontrarlo o al fracasar mil veces en el intento. Eso que es el tema principal de la mayoría de canciones que escuchamos, de las películas que vemos y de todo cuanto nos rodea. Lo que se supone que nos hace las mejores personas al encontrarlo y también las más desgraciadas cuando lo perdemos. Si el amor sólo fuese eso, sería más peligroso que el odio.

Mi concepto de amor no pasa por las fases del flechazo, de la aceptación, del cariño, de la desilusión y de la ruptura porque yo no creo en ese tipo de amor efímero, que te llena un día y te vacía al siguiente. Mi teoría sobre el amor eterno, que se busca y que se encuentra, es que es una solemne tontería, igual que podría serlo para alguien el intentar escribir sobre amor y empezar el texto hablando de un perro.

Yo no sé si lo que sentía mi perro era amor. No sé hasta que punto los sentimientos de los animales puedan ser similares a los nuestros, pero sé que cuando yo llegaba a casa después de haberme ausentado cinco minutos, él saltaba sobre mí como si hubiésemos estado años sin vernos. Sé, también, que me enseñó algo que yo no fui capaz nunca de enseñar a nadie, a confiar. Él confiaba en mí y estoy segura de que sabía que todo cuanto yo hiciera no era por fastidiarlo, como dejarlo sin comer cuando estaba malito del estómago por haberse tragado alguna piedra o cuando lo reñía después de haberse comido parte de un teléfono móvil o haber roto la pared del pasillo, seis pares de chanclas y cinco peluches.

No me guardó nunca ningún rencor por ello, ni yo a él cuando se comió la montura de mis gafas. Al menos pude rescatar los cristales y no tuve que salir corriendo al veterinario de guardia por una perforación de estómago.

Cuando empecé a relajarme y a confiar en él, él dejó de romper y de comer objetos. Así aprendí que hasta que no confías en alguien no puedes ver como se comporta y no al revés, que es lo que piensa todo el mundo. Esperar resultados para poder confiar es un error. Para ver los resultados hay que confiar primero, ya que la confianza no se gana, se entrega. Y ese acto debe ser mutuo, de lo contrario no sirve de nada.

El amor entre las personas fracasa muchas veces por eso. Creemos que la confianza se rompe cuando ni siquiera ha empezado a existir. El amor no necesita de ninguna demostración porque no es ninguna prueba. Es un sentimiento y los sentimientos no necesitan probarse, se sienten y se confía en que la otra persona siente lo mismo. Para mí, esa es la única forma de amar y no otra. Todo lo demás que se parezca, debe ser otra cosa, pero no amor. Intentar retener a alguien a tu lado el mayor tiempo posible, aunque eso suponga alargar su sufrimiento antes de un desenlace inevitable, no es amor, es puro egoísmo. Es como desear que los hijos no se independicen nunca para no sentirse solo.

Yo ya sabía a la soledad que me enfrentaba antes de entrar esa tarde de marzo en la consulta del veterinario para firmar el documento que sentenciaba a muerte a mi perro. Y lo supe mientras, con una caricia y un beso sobre su nariz, me fui despidiendo de él hasta que se quedó dormido para siempre.

Y lo supe más aún cuando entendí que iba a salir de allí sin él y que a mi vuelta a casa pasaría por el parque donde juegan y corren los perros y que recordaría a Pancho en el mismo parque revolcándose en las charcos los días de invierno y dejando que me abrazara aunque me llenara de barro, con esa ternura con la que sólo sabía abrazarme él.

No volver a sentir un abrazo suyo no sería sólo la más grande prueba de amor que le pude dar. En el caso de que el amor se pudiera probar, sería la única. 

La obra perfecta

Einstein - Imagen Pública
Einstein – Imagen Pública

por María Mañogil

Hace un tiempo escribí un artículo en el que me atreví a hablar sobre mis creencias ¿religiosas? Fue un error. En cuanto se publicó empecé a recibir todo tipo de críticas y, no sé porqué aún hoy, cuando ya ni me acuerdo de la mitad de lo que escribí, me siguen llegando comentarios y algún que otro insulto relacionado con lo que se entendió, más que con lo que quise transmitir.

Si digo que fue un error hablar sobre mis creencias, es porque siempre dije que no lo haría, pero por eso mismo, porque fue un error, no sólo no me arrepiento, sino que repito. Me encanta cometer errores.

LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO

Yo elijo en lo que creo, igual que elijo la ropa que me pongo y cuántos pendientes llevo en mis orejas. Entiendo que las demás personas hacen lo mismo (o deberían) y que a mí no me afecta porque cada quien hace con su cuerpo y con su mente lo que le viene en gana, sea correcto o no. La valoración de lo que es correcto es del todo personal y siempre he creído que cuando pensamos que alguien está actuando incorrectamente, deberíamos dar un paseo por la historia de nuestra vida y contar los borrones que hay. Yo no soy nadie para convencer a otros de lo que está bien o mal. No soy Dios, o quizás para alguien sí lo soy.

Darwin - Imagen Pública
Darwin – Imagen Pública

EL SÍMBOLO DE LA PERFECCIÓN

Creer en un ser superior o no creer es, como digo, una elección, no así como las religiones, que a algunos les vienen de serie al nacer (regalo, herencia o imposición de sus padres o de quien los eduque). Quiero recalcar, para darme el permiso de ignorar a quien no lo entienda y dando por hecho que no habrá leído este texto hasta el final, que no estoy escribiendo sobre religiones, sino sobre creencias.

Dios es una invención de quienes decidimos libremente hacer uso de nuestra  imaginación para buscar respuestas que la ciencia no puede darnos, nunca para justificar nuestros actos. Hay quien dice que es una necesidad del ser humano creer en algo. Yo no estoy segura de eso, pero si fuese así, reivindico mi derecho a inventar lo que necesite siempre que no moleste a lo demás. Otros inventan historias sobre mi vida y nunca me ha molestado porque entiendo que es su necesidad y quizás si no lo hicieran no sabrían cómo ocupar su tiempo. Mi dios no molesta ni perjudica a nadie y tampoco interfiere en las decisiones que tomo.

Quien nunca utilice la imaginación para satisfacer una necesidad es porque nunca ha creado nada y esto es muy fácil de entender para cualquier persona que se dedique al arte. Si nadie inventara, no existiría la música ni la poesía y la pintura y la escritura se limitarían a ser reflejos, dibujados o escritos, de lo que tenemos delante, pero no de lo que vemos, porque no todos vemos lo mismo ante el mismo paisaje.

Si yo he creado un dios es porque me gusta pensar que hay algo más en el mundo que lo que mi vista me permite ver y si eso es incorrecto, quizás todos estemos un poco equivocados y esos colores que ven los insectos y que nosotros no vemos también sean producto de la imaginación de alguien.

Cuando yo invento o creo algo, no sólo lo hago con la intención de que salga algo bueno, también procuro que lo que he creado se convierta en algo mejor que yo. Digamos que, para mí, la obra debe ser más bonita y tener más gracia que el autor. Suponiendo que yo he creado a Dios y no él a mí, como la mayoría de gente piensa, mi creación ha resultado perfecta, porque eso es lo que simboliza: la perfección. Me doy cuenta de que para muchas personas es precisamente al revés y piensan que Dios nos creó a su imagen y semejanza, pero no creo que hayan pensado demasiado para llegar a esa conclusión, más bien que se han dejado guiar por la ya establecida marca de las religiones, que parece que llevamos grabada en los genes.

Tanto si creemos por necesidad como si creemos por exceso de imaginación, no me parece mal hacerlo, al igual que tampoco está mal no creer en nada hasta que se demuestre. Me encanta una frase que escuché alguna vez: “si crees que puedes tienes razón y si crees que no puedes, también”. Yo la aplicaría a las creencias de este modo: “si crees que existe, existe y si no lo crees, no existe”.

Nietzsche - Imagen Pública
Nietzsche – Imagen Pública

EL FALSO ATEÍSMO

Siempre he desconfiado de las personas que nunca dudan, esas que están seguras de todo y que jamás se plantean que se pueden equivocar como el resto de los mortales. No confío en ellas porque creo que fingen una seguridad de la que carecen y que, en el fondo, ni ellas mismas saben que están fingiendo. Tener dudas no me parece un signo de inseguridad; es una condición humana. Si tan seguros estuviéramos de todo y no dudáramos, la única opción que tendríamos a la hora de tomar decisiones, sería la de no hacer nada y, por lo tanto, la palabra “cambio” no existiría.

Cambiar es lo único que nos hace crecer como personas y quien no tenga , como mínimo, una pequeña predisposición al cambio, está muy perdido en el mundo, ya que el mundo está cambiando constantemente.

Conozco a muchas personas que dicen ser ateas, pero muchas de ellas no lo son porque sí creen en alguien superior y no precisamente inventado, aunque lo que sí han inventado es la perfección y la superioridad de ese alguien, al que idolatran y de quien copian ideas, opiniones e incluso frases, anulando su propia iniciativa para pensar, ya que han decidido que otro piense por ellas. Alguien que, probablemente, tiene las mismas imperfecciones y comete los mismos errores, o quizás mucho peores. La única diferencia entre esas personas y yo no es la creencia de que exista Dios, sino a qué o a quién le otorgamos ese nombre, aunque no lo pronunciemos.

No sé qué es peor, si inventarse un ídolo perfecto a quien seguir o seguir a alguien tan imperfecto como lo somos nosotros. Al menos lo primero es una bella obra creada por un artista.

Qué vergüenza

Protesta - Imagen Pública
Protesta – Imagen Pública

por María Mañogil

Ayer leí una noticia en la cual se afirmaba que ir desnudo por la calle no es ilegal en España, según el Tribunal Constitucional. El titular iba acompañado de una foto en la que se podía ver a unos jóvenes totalmente desnudos frente a un comercio, riendo y tapándose los genitales con las manos. La foto, en mi opinión, no tenía que ver con la noticia, ya que el hecho de taparse se contradice con el derecho a la liberta que se defiende, pero lo importante era el titular y no lo imagen.

Me sorprendió ver la reacción que tuvo mucha gente ante esa resolución, que no es ni mucho menos nueva y que ya se contempla desde hace años como un derecho constitucional, pero que, como siempre, pocos se han molestado en leer hasta que no les ha quedado más remedio, por supuesto con el único fin de buscar actos delictivos donde no los hay.

De los comentarios que leí, pude distinguir dos tipos: los de las personas que prestaron más atención a la foto y la relacionaron con una gamberrada más que con una reivindicación de derechos y los de la mayoría, que aún sabiendo que con el hecho de ir desnudo en plena calle no se está incurriendo en ningún delito, no lo consideran cívico ni moral y argumentan que es una falta de respeto hacia la sociedad.

También leí comentarios de padres y madres que aseguraban que debe ser denunciable que alguien camine desnudo delante de sus hijos menores de edad. Bueno, es una opinión muy respetable, tanto como la mía. Yo me plantearía mejor educar a mis hijos de tal manera que no tuvieran que avergonzarse nunca de su cuerpo ni del de los demás. Por supuesto que hay que proteger a los niños del comportamiento abusivo por parte de los adultos; esa es nuestra responsabilidad. Pero ese es otro tema que nada tiene que ver con éste.

Protesta - Imagen Pública
Protesta – Imagen Pública

EL RESPETO

Siempre me he preguntado qué es en verdad el respeto o qué entendemos por “respeto” cuando decimos que algo es irrespetuoso. Y sobre todo, si lo que entendemos por “sociedad” nos incluye a todos o sólo a la mayoría, dejando a los grupos minoritarios fuera del concepto de “sociedad”. Para mí, la sociedad somos todos sin excluir a nadie. El problema es que no todos pensamos igual ni nos sentimos incómodos u ofendidos ante las mismas situaciones.

Por poner un ejemplo, yo siento que me están faltando al respeto cuando las personas que gobiernan mi país se sientan en el congreso a “negociar” los recortes que van a hacer en educación, mientras visten un traje que les ha costado el mismo dinero que yo necesito para pagar la matrícula del colegio y los libros de texto de mis hijos los próximos cuatro años.

También me siento muy ofendida cuando un ministro, también vestido con traje y corbata de coste superior a lo que yo pueda ganar en dos años de trabajo, diga públicamente que no hay dinero para pagar los tratamientos que mejorarían la calidad de vida,  (en algunos casos la salvarían) del 90% de las personas afectadas por hepatitis C.

No me sentiría ofendida, en cambio, si ese mismo ministro entrara en el congreso en calzoncillos y con el dinero que nos ahorráramos en el traje se pagasen esos tratamientos. Por mí, podía ir en pelotas. Es más agradable ver penes de ministros que educación pública tirada a la basura y sanidad en ruinas. Más agradable y menos insultante.

Quizás mi concepto de “respeto” no sea el mismo que el de la gran mayoría de personas que se sienten incómodas o violentadas por ver el cuerpo desnudo de otra. A mí me parece precioso un cuerpo desnudo, sea de un hombre o de una mujer, independientemente de que sea más delgado o más grueso, blanco, negro o de colorines.

LAS NORMAS

Una cosa es la legalidad y otra las normas establecidas por las diferentes culturas. En una misma región o país hay multitud de normas que vienen determinadas por una cultura, una religión, una etnia o cualquier otro grupo. Yo conozco chicas jóvenes que no se pondrán minifalda en su vida porque no está bien visto en el entorno en el que viven y en el que han sido educadas, cuando para la sociedad actual no supone ninguna falta de respeto hacia los demás hacerlo. Entonces, ¿dónde están las normas? y sobre todo, ¿quién las establece?

Yo he visitado una casa donde me han hecho descalzar antes de entrar. No es mi casa, por lo tanto debo respetar las normas que hayan impuesto los que vivan allí. Pero la calle es de todos y aunque también hay (y debe haber) unas normas de conducta, como son utilizar las papeleras, no romper las farolas, etc… no hay ninguna regla establecida sobre lo que debemos o no debemos llevar puesto encima. Si fuese así, en invierno todo el mundo deberíamos salir a la calle con ropa de abrigo aunque nos estuviésemos muriendo de calor.

Deberíamos pensar si la cantidad o la calidad de la ropa que lleve una persona nos importa por algún motivo en especial, si nos molesta por algún problema o trauma personal (lo cual se puede tratar en consulta médica) o si de verdad es un problema tan grave como para considerarlo una amenaza y un daño a la humanidad.

Que no nos guste lo que vemos es una cosa, que nos incomode es otra y que nos cree un trauma es otra completamente distinta a las dos anteriores. Nos puede traumatizar ser testigos de un asesinato o de un maltrato, pero que nos llegue a traumatizar ver unos órganos sexuales dependerá de la educación que hayamos recibido. Al fin y al cabo no dejan de ser una parte más de nuestro cuerpo.

Los perros también se pasean desnudos por la calle y a los machos se les ven los testículos. Si algún padre o alguna madre considera que ver eso le está causando algún problema psicológico a su hijo, puede ir a poner una denuncia, pero no conseguirá que les pongan pantalones a los perros, como mucho le recomendarán acudir a un psicólogo.

Protesta - Imagen Pública
Protesta – Imagen Pública

LA VERGÜENZA

A veces, cuando hablamos de vergüenza, me pregunto si no estaremos hablando en realidad de miedo. No tiene nada que ver el significado de una palabra y otra, pero yo creo que a menudo se confunden. No estoy hablando de timidez, ya que eso es un rasgo de carácter, no una actitud ni un sentimiento.

La vergüenza es eso que sentimos en soledad por algo que hemos hecho nosotros y que sabemos que no deberíamos haber hecho. Todo lo demás a lo que llamamos “vergüenza”, aunque se parezca, no lo es; es miedo. Tampoco creo que exista la vergüenza ajena ni que haya que llamar así a lo que sentimos cuando la responsabilidad de unos actos determinados no es nuestra.

Cuando tropezamos en la calle y miramos hacia todos los lados para asegurarnos de que no nos ha visto nadie, no es vergüenza, ya que no hemos cometido ninguna acción de la que debamos avergonzarnos. Lo que sentimos es miedo a que quien nos vea piense que somos torpes. Si no nos atrevemos a hablar en público y lo pasamos tan mal cuando no nos queda más remedio que hacerlo, es porque tenemos miedo a equivocarnos al hablar y que otros se rían de nosotros. Cuando no sabemos algo, pero tampoco lo preguntamos, también es por miedo a que piensen que somos tontos por no saberlo.

Hay personas que creen que se avergüenzan de otras, y digo “creen” porque en realidad de quienes se avergüenzan es de ellas mismas. Cuando acompañan a alguien de quien tienen un mal concepto (ya sea por su forma de vestir, por sus ideas o por otro motivo), se esconden de las demás personas a las que sí consideran “apropiadas” o “ideales” porque tienen miedo de la opinión de estas últimas. Vergüenza deben sentir después, cuando se quedan solas y se dan cuenta de que han puesto por encima de sus decisiones, las decisiones de los demás, porque eso sí que es vergonzoso.

Lo único que diferencia el miedo de la vergüenza es que cuando se vaya todo el mundo lo sigamos sintiendo o no. Deberíamos revisar de vez en cuando a qué tenemos tanto miedo, eso nos ayudaría a entender el porqué lo tenemos y sólo así podríamos superarlo. Y aprender a sentir vergüenza sólo cuando sea necesario, para mejorar nuestro comportamiento, por ejemplo.

También deberíamos contemplar muchos cuerpos desnudos y así se nos quitaría la manía de querer esconder lo que somos y sobre todo, nos daríamos cuenta de que no somos tan diferentes a los demás.  Al fin y al cabo, la ropa sólo es el envoltorio y lo que nos comemos es el caramelo.

Bajo el hielo

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

por María Mañogil

La soledad es muy mala, sobre todo esa soledad que se nos pega al cuerpo en las noches de verano y que, al igual que el calor, sale hirviendo por cada poro de nuestra piel, quemándola y dejando una llaga sobre ella, cuyo escozor nos desvela y nos indica el camino de entrada a las peores pesadillas, esas que empiezan mucho antes de dormir.

Pero no hablo de esa soledad que le da nombre al placer de estar solo, me refiero a esa otra que es capaz de aniquilar en un segundo la tranquilidad del  momento que nos aparta del mundo exterior y que nos desconecta de todo, para acercarnos a la sensación pavorosa de sentirnos solos, completamente solos aunque tengamos a mil personas al lado.

A todos nos gusta estar solos en algún momento, es más, lo necesitamos. Podemos leer un libro o ver una película sin tener la obligación de ser educados, de responder a preguntas, de atender a nuestros semejantes. Estando solos nos convertimos en emisores y en receptores de nuestros pensamientos y no tenemos necesidad de dar explicaciones de ellos, ni siquiera cuando decidimos utilizar ese tiempo de soledad en perderlo. Estar solos es una forma de limpiarnos de los agentes externos que nos contaminan y quedarnos así, limpios por un rato, disfrutando de esa sensación de sumergirnos en nuestra bañera, imaginaria o no y chapotear en su interior, o quizás pisar descalzos uno de esos charcos enormes llenos de barro, dejarnos caer y revolcarnos en él, ensuciando lo que otros limpian de nosotros frotando, intentando despegar los restos de lo que en verdad somos.

Sentirse solo es muy diferente a estarlo. Es lo que nos conduce por caminos que ni hubiéramos imaginado que quisiéramos recorrer. Lo que nos lleva a hacer cosas que nos parecerían absurdas en otra situación, como contemplar ensimismados a los insectos que pasean por los rincones de nuestra casa. Es esa soledad la que nos incita a cometer locuras, o lo que es lo mismo, a materializar deseos, que en “estado normal” guardaríamos bajo llave por parecernos indecentes. O eso es lo que queremos creer porque creer otra cosa nos convertiría en monstruos.  No somos lo que queremos ser ni lo que aparentamos en sociedad; somos, entre otras cosas, lo que pensamos, sea bonito o feo. Somos lo que somos: ángeles o demonios, caballeros o monstruos, princesas o putas. Y si nos disfrazamos, es en esos momentos, en los que nos sentimos tan solos, cuando nos quitamos el disfraz. Más que quitarlo, nos lo arrancamos o nos lo dejamos arrancar por alguien, quizás por algún extraño.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Ese sentimiento de soledad, de sentirse desamparado, olvidado, ignorado o invisible, es el que nos abre o nos cierra las puertas a lo que queremos hacer, dependiendo de cómo hayamos grabado en nuestro cerebro esas lecciones de moral que tanto se empeñaron en enseñarnos. A veces por miedo a un castigo divino, a veces por rebeldía y por llevar la contraria, reprimimos nuestros instintos o nos dejamos llevar por ellos, eso sí, siempre amparándonos en que nos sentimos muy solos. Eso justifica cualquier pecado que cometamos o que pensemos

La soledad es muy mala para mí, sobre todo si es sábado por la noche y no tengo un euro en la cartera porque es final de mes. No es que el dinero aplaque esa soledad, pero ayuda, sobre todo porque me permite tomar un taxi y acortar la distancia desde mi casa hasta el garito al que decido ir para ser invitada a un vodka por algún idiota de esos que se apoyan en la barra y me miran el escote cuando me acerco, que me preguntan mi nombre y lo olvidan a los dos minutos porque ya llevan media botella de whisky.

Esos que no se dan ni cuenta que esa noche, al igual que las anteriores, a lo único que van a meter mano es al bolsillo del pantalón para sacar la cartera y subvencionar las copas de las mujeres que, como yo, no cobran su sueldo hasta dentro de una semana. De todas formas, con esa cantidad de alcohol en el cuerpo, sólo podrían aspirar, con suerte, a meter la llave en la cerradura de la puerta de su casa. Algunos ni eso.

Eran poco más de las doce cuando llegué al bar al que ya he ido otras noches acompañada por alguna amiga. Esa fue la primera vez que entré sola, pero no me importó, pensé que ya encontraría a alguien conocido que estuviera lo suficientemente sobrio para acompañarme a casa en su coche por la mañana. Las doce es una buena hora. Es la hora en que Cenicienta se despoja de su vestido de princesa y vuelve a cobrar la apariencia de mujer de barrio bajo, regresa a su casa, se pone el camisón y deja a su príncipe libre para que se apoye en la barra de cualquier bar y se emborrache mientras un grupo de chicas sedientas, que no se conocen entre sí, pero respetan su turno, le vacían la cartera.

Cuando el portero me abrió la puerta no miré hacia la barra. Llevaba media hora andando y aunque la temperatura había bajado en los últimos días y el calor no era tan sofocante como las noches anteriores, sentí el sudor resbalando por mi cuello e imaginé mi cara manchada de negro con chorreones de rímel y recordé que un amigo me había comparado con un mapache unos meses atrás, un día de esos en los que lloré por algo, cuando todavía existían cosas capaces de hacerme llorar, así que me dirigí al cuarto de baño para que el espejo me dijera si estaba en condiciones de mostrar mi cara al idiota que iba a pagar aquella noche mis copas.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Entré en el baño y saludé a tres chicas que se reían a carcajadas mientras una cuarta remojaba su melena en el lavabo. Ninguna respondió a mi saludo. Le di un par de golpecitos suaves en el hombro a una de ellas para pedirle que se apartara y me acerqué al espejo tanto como pude para comprobar que no había ningún resto de pintura negra alrededor de mis ojos.

Parece que el sudor no es tan poderoso como las lágrimas para hacer que el rostro de una mujer se convierta en cuestión de minutos en el de un animal salvaje.

Recordé el comentario de mi amigo cuando me llamó mapache y le odié por ello. Después lo olvidé por completo y no lo volví a recordar hasta que, a la mañana siguiente, limpié dos enormes manchas negras que rodeaban mis ojos, frente al espejo de un cuarto de baño que no era el mío. Pero eso fue horas más tarde.

Antes tuve que mirar a un lado y al otro en el bar y buscar a un compañero complaciente de esos de usar y tirar, de esos desechables, pero resistentes a la vez, como el papel de cocina que anuncian en televisión, que absorbe mucho y molesta poco en el cubo de la basura. Y sobre todo calladito, ya que no me apetecía estar escuchando toda la noche la historia del típico hombre casado que no se separa de su mujer por sus hijos adolescentes, que no aparecen por casa más que para pedir dinero y a los que les importa bien poco con que fulano se acuesta su madre o en que prostíbulo se desfoga papá.

Tampoco tenía ganas de aguantar el rollo estudiantil de segundo año de administración de empresas, ese que suelta el chico que se hace fotos con el móvil al lado de una mujer madura para enseñárselas a sus compañeros de clase mientras les presume el cuento de “mujer extenuada después de una noche loca conmigo”, versión manipulada de “eyaculó antes de que me quitara el sostén”.

No, no me apetecía que me contaran su vida (si hubiese querido mantener una conversación más o menos interesante habría esperado a la tarde del lunes porque a la biblioteca de mi barrio también acuden hombres), así que intenté acertar esta vez y le lancé una sonrisa al que le vi más cara de panoli y con la mirada perdida en la copa. Ni demasiado viejo ni demasiado joven. Ni guapo ni feo. Me devolvió la sonrisa y lo demás fue muy fácil.

Cuando el imbécil de la barra pagó mi segundo vodka, un pinchazo en el estómago me recordó que no había cenado y a él le pareció bien la idea de invitarme a cenar a un local de esos de comida rápida. Cualquier excusa le habría parecido perfecta para salir del bar conmigo, ya que eso aumentaba las posibilidades de que acabáramos en la cama de algún hostal o donde quisiera llevarme.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Me pregunté porqué no recurriría a contratar los servicios de una prostituta, si disponía de dinero suficiente para pagar mis copas, las suyas, invitarme a cenar, pagar una habitación y el taxi que me llevaría a casa a la mañana siguiente, pero imaginé que debía ser denigrante para él y para cualquier hombre tener que pagar por algo que se supone que todo el mundo merece y que no le resultaría agradable tener que renunciar a involucrarse en el juego de la seducción, al riesgo también de ser rechazado, al no saber qué va a pasar… al fin y al cabo, la emoción es lo único que nos mantiene vivos cuando todo a nuestro alrededor se muere y pagar por todo sin lucharlo sería una forma más de sentir que se está muerto, como todo lo demás.

La soledad, cuando no la elegimos, nos hace vulnerables, débiles, mezquinos. Nos obliga, nos destroza y nos coarta, dejándonos desnudos de empatía y de compasión. Yo no sentí ninguna de esas cosas  por aquel hombre y tampoco las fingí. 

No sé porqué ni cuándo cambié mis planes de cenar e inventarme una excusa para irme a casa. Supongo que me deje llevar por la apatía que derivó de las ganas de querer dominar, de querer ser más que alguien y de tomar a quien me pareció más débil que yo para utilizarlo a mi antojo. Nadie es inmune a esa apatía y desgana que sobreviene cuando, dejando atrás la sensación de superioridad, llega de puntillas el miedo, que es lo que se esconde detrás de cualquier cosa que hagamos sin que interfiera ningún sentimiento.

Recordé mis años de adolescente cuando lo que más valoraba en un encuentro sexual era el intercambio de cariño, pero no fui capaz de recordar en qué momento ni en qué lugar se me perdieron esos valores. Supongo que me cubrí con una capa de hielo para no quemarme y ese hielo se quedó pegado a mi piel, como otra capa más que consiguió aislar mi cuerpo de eso que llaman alma. De vez en cuando se desprendía, sólo de vez en cuando, y entonces era capaz de sentir algo parecido al placer.

A la mañana siguiente reconocí al mapache en el espejo y antes de limpiar mis ojos volví a sentir ganas de llorar, pero pensé que ya lloraría en casa mientras me sumergía en una bañera llena de espuma, o mientras la soledad, la que duele, me envolviera con recuerdos y con la nostalgia de las risas de una niña, chapoteando en los charcos y con la cara cubierta de barro.

La hoja de papel

HOJA EN BLANCO - IMAGEN PÚBLICA
HOJA EN BLANCO – IMAGEN PÚBLICA

por María Mañogil

“El tiempo, eso que pasa y no lo vemos hasta que un día nos damos cuenta de que no nos queda mucho, al menos no el suficiente para hacer todas aquellas cosas que siempre quisimos hacer, pero que pospusimos por falta de ganas”. Es curioso ver cómo cambia el valor de las cosas, de los momentos, dependiendo del tiempo que se vayan a quedar a nuestro lado. El tiempo lo cambia todo, pero no sólo porque lo deteriora y lo envejece, sino por la perspectiva desde la cual miramos. Si no fuésemos capaces de medir el tiempo siempre veríamos las cosas tal y como nos parecieron que eran cuando las vimos por primera vez; también a las personas.

Por suerte, el tiempo nos cambia.

HOJA EN BLANCO - IMAGEN PÚBLICA
HOJA EN BLANCO – IMAGEN PÚBLICA

LA APARIENCIA

No me gusta esa frase que dice: “Las apariencias engañan”. No me gusta porque es una gran mentira. Los que nos engañamos somos nosotros al empeñarnos en mirar sólo lo que tenemos delante. Todo está a la vista, pero no lo vemos porque si de entrada no nos gusta la superficie ya no nos molestamos en mirar hacia el fondo. Nos perdemos lo más bonito del océano porque lo que flota lo catalogamos como basura. No son, por lo tanto, las apariencias las que engañan, es nuestra manía de ponerle nombre a lo que no sabemos ni lo que es.

Yo dejo una hoja de papel en mi escritorio todos los días. Es la misma hoja en la que garabateo mientras pulso sobre la tecla de descolgar el teléfono cada vez que éste suena. La misma sobre la que se tatúa un círculo cuando, sin darme cuenta, dejo mi vaso apoyado sobre ella. La que soporta el roce del viento y las diminutas gotas de lluvia que entran por la ventana. Por la noche me acompaña y vela mi sueño desde la mesita y mi mano la acaricia a la mañana siguiente cuando apago el despertador. Antes de salir de casa la doblo por la mitad y la guardo en mi bolso, donde espera pacientemente la hora de comer, momento en que la libero para que vuelva a ocupar su lugar en el escritorio.

Esa hoja de papel lleva mi nombre escrito en la parte superior. Lo escribí el día en que la arranqué del cuaderno y ni siquiera recuerdo porqué, aunque imagino que quizás iba a escribir otra cosa y se me olvidó.

Esa hoja es lo más parecido a mí que poseo y aunque esté arrugada, sucia o deteriorada, es el reflejo de lo que soy, ya que ningún otro objeto habla tanto de una persona como aquello que recoge las sobras, lo que no se expresa, lo que no se ve.

Una persona no es lo que dice, ni lo que hace, ni siquiera lo que piensa. Es el conjunto de todo eso sin que interfiera nada del exterior. Una persona es quien es cuando está sola y nadie  la observa y en cualquier otra situación es sólo una imagen de si misma, la imagen que quiere dar o la que quieren ver los demás.

HOJA EN BLANCO - IMAGEN PÚBLICA
HOJA EN BLANCO – IMAGEN PÚBLICA

LA INTERPRETACIONES

Me encanta cuando voy a una entrevista de trabajo y me hacen la pregunta final, esa que parece ser la clave para conseguir el puesto sea lo que sea que hayas dicho antes y sean cuales sean tus aptitudes: “¿cómo te defines?” Creo que es una pregunta con trampa, ideada por alguno de esos psicólogos que contratan las empresas para trabajar en el departamento de recursos humanos. Nadie es tan estúpido como para definirse y cada vez que escucho esa pregunta me dan ganas de contestar: “Contráteme y mientras me observa defíname usted si puede”.

Intentar definirnos es la mayor pérdida de tiempo que existe y me da mucha pena que haya gente que se empeña en querer definir a los demás, en juzgarlos y en ponerles etiquetas. Luego se quejan de que no tienen tiempo y el poco que tienen lo dedican a hacer un reportaje sobre alguien a quien creen conocer por lo que ha dicho, por lo que ha escrito o por lo que ha hecho y presumen de ver el interior de las personas cuando ni siquiera se han asomado.

Interpretar es muy fácil y hasta un idiota puede hacerlo, pero los idiotas lo hacen creyendo que no se equivocarán nunca e incluso divulgarán la información errónea, que llegará hasta otros, mucho más idiotas, que la creerán.

No digo que no sea posible interpretar las palabras o las acciones de alguien, pero para ello habría que hacerlo desde un lugar privilegiado, lejos de influencias externas que modifican y ensucian lo que de verdad somos y lo confunden con lo que aparentamos ser.

Nadie ha visto la hoja de papel que lleva mi nombre, por lo tanto nadie sabe lo que escribo en esa hoja cuando sé que es sólo mía y que nadie va a tener acceso a leerla, ni siquiera a tocarla. Lo que escribo ahí es lo que soy desnuda, limpia y sola; lo que estoy escribiendo ahora siempre estará deformado, primero por lo que pretenda expresar y segundo por lo que quiera entender quien lo lea.

Las personas interpretamos porque creemos que nos sobra el tiempo. Si supiéramos lo poco que nos va a quedar mañana nos dedicaríamos sólo a vivir y a estar con quienes queremos estar, independientemente de lo que pensemos o de lo que piensen los demás, pero es mucho más cómodo dejar que las opiniones de otros nos influyan porque así, el día que se nos acabe el tiempo, no seremos del todo responsables de haberlo perdido. La responsabilidad será de los otros.

Hoja en blanco - Imagen Pública
Hoja en blanco – Imagen Pública

PREJUICIOS

Los prejuicios son eso que inventamos para justificar el juzgar a alguien antes de ponernos en su piel y cada prejuicio que inventamos está basado en el miedo. La persona que tenga la osadía de juzgar a otra debería hacerlo al menos eliminando todo lo que no pertenece a esa persona, por ejemplo los problemas que tenga, porque un problema no es parte de una persona, es algo que lleva colgando y que se puede soltar en cualquier momento.

Yo he visto a gente apartarme de su lado porque tengo problemas y me han apartado como si yo misma fuese el problema. No creo que nadie sea un problema, pero sí lo es la falta de voluntad y coraje para querer acercarse a los demás por lo que son y no por lo que tienen, ya que al final, nadie tiene nada cuando lo pierde, ni bueno ni malo. Cuando se nos acaba el tiempo, lo único que queda es la hoja de cuaderno con nuestro nombre escrito, que, invisible o no, todos llevamos encima y es la que en verdad nos define porque nadie la ha tocado, excepto nosotros mismos.

Hoja en blanco - Imagen Pública
Hoja en blanco – Imagen Pública

EL VALOR

Quien se atreve a acercarse a alguien que no conoce, a hablarle, a escucharle y a intentar saber más sobre sus sentimientos, olvidando la primera impresión que le causó esa persona y sin importarle la opinión de quienes piensan que no vale la pena ni acercarse a ella, demuestra gran valentía. Lo contrario es ser cobarde.

Si todos rechazáramos o aceptáramos a los demás basándonos en la primera impresión, la mitad del mundo estaría solo y la otra mitad estaría mal acompañado.

La mayor cobardía que existe es dejarse guiar por los prejuicios y seguir usándolos para buscar adjetivos y colgárselos a las personas para definirlas, para juzgarlas y para apartarlas de nuestro lado aunque las queramos, porque no son lo suficientemente buenas para conservarlas junto a nosotros y que nos acompañen en el camino mientras gastamos el tiempo.

Palabras

Estación de tren - Imagen Pública
Estación de tren – Imagen Pública

por María Mañogil

Me acosté junto a él, mientras sobre el cristal de la ventana las gotas de lluvia anunciaban el inicio de lo que iba a ser una gran tormenta que duraría toda la noche. Me acurruqué junto a su espalda desnuda y acaricié su pelo mientras recordaba que meses atrás, le había dado permiso para entrar en silencio en mi rincón, aquel rincón que arranco de cualquier trozo de suelo del lugar en que me encuentre: dos baldosas o un puñado de arena o una acera de alguna calle…Ese rincón que es sólo mío y en el que puedo encerrar toda mi vida y excluir al resto del mundo, donde no está permitida la entrada a nadie por muy parte mía que haya sido en un tiempo pasado, ayer o hace un minuto. Ese lugar al que voy a esconderme cuando tengo miedo de mi propio miedo y donde el tiempo deja de cobrar el sentido de un segundero en la esfera de un reloj, o del viento deshojando los árboles, anunciando el final de esa estación que yo dibujaba de niña con un lápiz de color azul y que aún hoy, al nombrarla, me huele a sal.

Sólo a él le dejé invadir ese espacio donde escribo, donde la única percepción del tiempo que existe es la del sonido del arrastre de un bolígrafo sobre una hoja de papel. Un tiempo medido en palabras, teniendo en cuenta que a cada palabra precede una pausa para decidir si lo que voy a escribir es lo que debe ser leído. No todo es digno de saberse

Rocé su mejilla con la esperanza de que despertara. Tenía tanto que contarle…

Imaginé cómo ordenar cada frase e inconscientemente empecé a escribir con mi dedo sobre cada parte de su cuerpo una palabra y con cada palabra inventé una historia. Eran las distintas historias que pudimos protagonizar él y yo si el tiempo, el destino, la suerte, Dios, o el diablo hubiera querido. Y de pronto abrí mi mano y borré con ella todo lo que había escrito.
Las palabras, por muy ciertas que sean, no dejan de ser sólo el último recurso entre dos personas que quizás no entendieron, no supieron, no sintieron o no quisieron lo mismo en el mismo momento. Opté por quedarme callada, cerré de nuevo mi mano y liberé mi dedo índice para, en un gesto de ternura, dejarlo dormir sobre sus labios.

Se iluminó el cielo, permitiéndome ver por un instante el cuerpo desnudo del que había sido hasta la noche anterior mi confidente, mi cómplice, mi amante, mi amigo… y segundos más tarde escuché el primero de los muchos truenos que rompieron aquella noche el silencio y el miedo se apoderó de mí.
No sé si a través de mis sueños, porque respeté cada segundo del descanso de él, pero sin pronunciar una palabra le dije que le había estado mintiendo, que en verdad nunca lo amé, que siempre estuve equivocada y confundida y que esa confusión le hizo culpable a él de mis propias culpas, que nunca pude corresponder a nada de lo que me ofreció porque siempre estuve muy ocupada buscando algo en lo que no creí. Y yo me enredé en esa mentira y la disfracé de eso que todos llaman amor y que no lo es.
Porque el amor no se cuenta y como palabra abstracta que es, también es abstracto su significado.
No se pone nombre a los momentos compartidos, a las risas, a las lágrimas y al cariño. No se utiliza el nombre de amor para construir un futuro ni para olvidar un pasado. El amor es un simple abrazo de tu mejor amigo.

Sólo supe que lo quería cuando entendí que querer sin esperar nada a cambio es la única manera en que se puede querer y que eso lo aprendí de él.

Estación de tren - Imagen Pública
Estación de tren – Imagen Pública

Aunque intenté dormir, no lo conseguí hasta que, habiendo ya amanecido, todos los tejados de las casas de la ciudad comenzaron a escupir agua, procurando eliminar cualquier resto que hiciera recordar a los humanos que los habitan la peor noche del año.

Cuando por fin el cielo decidió despejarse y dejar asomar al sol, ahora tan tímido, los finos rayos que pudieron colarse en la habitación se clavaron en mis párpados y me obligaron a poner mi mano sobre ellos para protegerlos.
Descubrí a una yo extenuada y llorosa por todas las palabras no pronunciadas y dirigidas a quien, a mi lado, seguía durmiendo plácidamente, ajeno al cambio del paisaje que se había producido durante su sueño.
Me levanté para cerrar la persiana, volvió a anochecer en los 20 metros cuadrados que nos aislaban del mundo, me abracé de nuevo a mi compañero de cama y me quedé dormida.
Cuando horas más tarde desperté, lo primero que hice fue tocarme mi mano derecha, la tenía agarrotada y me dolían los dedos de la misma forma, o eso recordaba, como cuando en época de exámenes me pasaba varias noches escribiendo en un cuaderno los temas que no lograba aprenderme sólo estudiando. Parecía que, las pocas horas que dormí, las pasé con la mano cerrada sosteniendo con fuerza un bolígrafo imaginario que se deslizaba a través del cuerpo de ese hombre al que ahora admiraba sólo por ser quien era, y grabé con tinta invisible en él todas aquellas palabras que no dije porque me faltó el valor o porque quizás es mejor ocultar detrás de un cuadro de compasión para no lastimar, cuando la realidad es que al único a quien hieren es a quien las calla.

Antes de abrir los ojos sentí unas ganas insoportables de abrazarle, de decirle que por fin me había dado cuenta que era una de las personas más importantes de mi vida, que era mi mejor amigo y que lo quería, pero cuando me di la vuelta ya no estaba… Se había ido.

Escuché el sonido de las gotas de lluvia sobre el cristal, imaginé el ondear de las hojas de los árboles intentando aferrarse al tallo para que el viento no las arranque al anunciar que ya ha comenzado una nueva estación, esa que yo dibujaba de niña con lápices de color marrón y amarillo.
Y pude sentir el olor a tierra mojada.

Estación de tren - Imagen Pública
Estación de tren – Imagen Pública

Las palabras, por muy ciertas que sean, no dejan de ser el medio para llegar a quienes quizás no entendieron, no supieron, no sintieron o no quisieron lo mismo que yo quise. Aprendí que cuando las palabras no llegan intactas a su destino, lo mejor es el silencio.

Volví a buscar refugio donde juré no aislarme del mundo, el mundo al que no me sentí pertenecer y el único lugar donde aprendí que no hay peor respuesta que la de tu propia voz devuelta por el eco después del grito desesperado y después de eso, un silencio aterrador. El miedo a que nadie te escuche y dejar de existir. Sentí algo de frío, a pesar del calor húmedo que acompañaba al repentino golpe de olor a sal.