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El príncipe y el mendigo

Felipe VI - Imagen Pública
Felipe VI – Imagen Pública

por María Mañogil

Ayer, mientras en muchos hogares se seguía en directo por televisión el acto de proclamación de Felipe VI como nuevo rey de España, en la mayoría de comunidades autónomas y a dos días de acabar el curso escolar, aún no se había decidido si los comedores de los colegios van a permanecer abiertos este verano. En algunas de ellas se deja la decisión en manos de los ayuntamientos, delegando así la responsabilidad de los presidentes a los alcaldes, costumbre muy arraigada en este país por nuestros políticos cuando se trata de resolver problemas urgentes que afectan a los sectores más necesitados, como ya hizo hace algunas semanas la defensora del pueblo al “recomendar” que se abrieran los comedores, ya que muchos niños españoles están haciendo su principal comida diaria allí (algunos la única). ¿De qué nos sirve tener un defensor del pueblo que “recomienda”, pero no garantiza que se cumplan los derechos constitucionales de los ciudadanos? De lo mismo que nos sirve un ministro de justicia que indulta a personas condenadas por delitos graves, o un ministro de educación que invita a los jóvenes a dejar los estudios, o una ministra de sanidad a la que no le importa cerrar hospitales y a la que parece no afectarle las palabras de su compañera (viceconsejera de sanidad) menospreciando a los enfermos crónicos.

En otras comunidades, en cambio, todavía se está discutiendo si la decisión de dejar abiertos los comedores escolares afectará psicológicamente a los niños y niñas que hagan uso de ellos (en este país se protege mucho el derecho a la intimidad del menor, pero se le deja sin comer). Es algo muy coherente con las patadas que se le está dando a la Constitución  y a los derechos humanos en los últimos años.

La verdad es que nada de lo que hace el gobierno me sorprende, nada va en contra del modelo que va siguiendo a las huellas del franquismo de hace 40 años.

TODO SIN EL PUEBLO, PERO JODIENDO AL PUEBLO

Hay momentos en los que, escuchando a nuestros políticos en televisión, me viene a la cabeza una frase que me suena del despotismo ilustrado, pero tergiversada por quienes intentan imponernos a la fuerza un régimen en el que el pueblo, además de no tomar decisiones, es el único responsable de su propia decadencia. Pero no hemos retrocedido tres siglos, aún no. Sólo llevamos perdidos en derechos unos 30 años, aunque esos 30 años, perdidos en los últimos 3, me hacen pensar que vamos a una velocidad bastante considerable. Va siendo hora de echarle el freno.

Felipe VI - Imagen Pública
Felipe VI – Imagen Pública

EL PRÍNCIPE

Me encantan los cuentos, menos los que me cuentan con la intención de que crea que son verdad.

Ayer escuché uno, era el discurso (muy elaborado, todo hay que decirlo), del que hoy es el nuevo rey de mi país, un tío muy guapo que veranea desde niño, junto a su familia, en la misma ciudad en la que yo vivo. No he tenido el gusto de conocerlo porque no hemos coincidido nunca en ningún lugar a los que solíamos ir los jóvenes en esa época.

Como no lo conozco personalmente, hablaré de él con respeto. Todas las personas, de entrada, me merecen el mismo respeto.

EL MENDIGO

El chico que dormía todas las noches en el cajero al que yo voy a sacar dinero (cuando tengo), también es muy guapo. Si no fuese por la barba, un poco más descuidada y el pelo más largo, diría que se parece un poco a Felipe. Algo más joven que él y un poquito más bajo, creo.

Hace tiempo que no duerme allí porque ahora cierran el cajero y sólo se puede utilizar el que está en la parte exterior del banco. Me imagino que lo cierran para que los chicos guapos que duermen en los cajeros no puedan entrar y así ahorrarles la multa que están poniendo a las personas que, como a ellos, les gustaría dormir en una cama mullidita, con sábanas limpias y una almohada anatómica, en una habitación con vistas a la montaña, con calefacción y si puede ser con un baño en suite, para no tener que salir a la calle en plena madrugada para mear entre dos coches aparcados o en un árbol. Como digo, todas las personas merecen el mismo respeto. Todas. Felipe no se merece más respeto que el chico del cajero, ni tampoco menos.

No siento que esté faltando al respeto a nadie si digo que Felipe podría no haber nacido en las condiciones en las que nació, ni ser hijo de quien es. Eso sólo fue cuestión de azar y por lo tanto, no creo que el hecho de que él pueda dormir en una cama y no se vea obligado a hacerlo en un cajero sea algo que se haya ganado con esfuerzo y trabajando y el cargo que ocupa hoy, si bien ha estado recibiendo la formación adecuada para desempeñarlo desde que era niño, no lo merece más que cualquier persona que está durmiendo en la calle y buscando comida en las basuras.

 EL PUEBLO

Las circunstancias no hacen a las personas, somos las personas las que hacemos (a veces por ignorancia) diferencias entre unos y otros y fomentamos esas diferencias con nuestra actitud, a veces sin darnos cuenta y dejándonos llevar por costumbres absurdas a las que seguimos aferrados porque nos resulta más cómodo que cambiarlas.

La monarquía es el más claro ejemplo de desigualdad social. Hay millones, pero éste es el más descarado de todos. Y no digo que mantener una monarquía sea lo peor que haya en este país, ni lo más caro, porque no lo es, pero de todas las parafernalias que estamos pagando con nuestros impuestos, ésta es la única que no hemos elegido nosotros y que nos venía de serie (en ocasiones por cortesía de un dictador).

Felipe VI - Imagen Pública
Felipe VI – Imagen Pública

EL DISCURSO DEL REY

Nosotros somos partícipes y cómplices de la desigualdad que estamos viviendo cuando estamos contemplando emocionados por televisión la entrada de los futuros reyes al congreso, el paseíto en coche hasta el palacio real, comentando con nuestra abuela lo monas que iban las nenas y lo bien que se portaron durante el discurso de su papá. Discurso que yo he escuchado justo antes de empezar a escribir este texto.

Me parece un insulto que se pronuncien frases como: “En España hay cabida para todos”, mientras estoy viendo las fotos de las detenciones que se llevaron a cabo ayer de las personas que portaban una bandera republicana. Igual de patético me parece hacer referencia a las familias afectadas por la crisis, intentando mostrar solidaridad con ellas mientras, para su propia proclamación se está gastando una cantidad escandalosa de dinero que podría ir destinada a esas familias. Y lo más patético de todo es que haya gente que no vea eso. O estamos todos ciegos o es que nos hemos creído el cuento.

Solidarizarse con el pueblo no es soltar un discurso y  hablar bien, es estar al lado del pueblo y escuchar lo que tiene que decir.

Solidaridad es hablar desde la habitación de un hospital, junto a esas personas que tienen cáncer y llevan meses en lista de espera para una operación, no en el congreso, con su padre al lado, al que se le practica una operación de cadera toda las veces que lo necesita sin tener que esperar.

Solidaridad es no aceptar un sueldo para su hija de 8 años mientras haya miles de niños pasando hambre. A mí no me vale que se solidaricen conmigo saludando desde el balcón de un palacio. Eso es soberbia.

LA POBREZA

De todos los delitos que conozco, la pobreza es el que se paga con una mayor condena. Sí, ser pobre es un delito. No creo que en ningún artículo del código penal se hable sobre eso,  pero en la práctica es así. Cualquier persona que lea los periódicos o que salga a la calle corroborará lo que estoy diciendo.

Además de estar castigada, la pobreza ya es de por sí un castigo que, tal y como están las cosas ahora, se arrastrará durante muchos años, incluso cuando ya se haya conseguido salir de ella. Algunas personas lo arrastrarán toda su vida, porque, al igual que una hipoteca, ser pobre genera una deuda con el estado que se debe seguir pagando aunque ya no se tenga con qué pagar.

En este país ponen multas por todo: por buscar comida en los contenedores de la basura, por dormir en un banco del parque, por pegar carteles en la calle pidiendo trabajo, por vender clínex en un semáforo… No se puede hacer nada que vaya en contra del sistema, pero cuando el sistema no sólo no garantiza que el pueblo coma, que tenga un lugar donde dormir y que tenga un puesto de trabajo, sino que además lo dificulta ¿no debería ser el pueblo quien decidiera un cambio en el sistema?

Hasta eso está prohibido. Salir a la calle a reclamar nuestros derechos también está penado, igual que alegrarse de la muerte de alguien. No digo que esto último esté bien desde el punto de vista ético, pero que opinar se haya convertido en algo delictivo me parece demasiado retrógrado para que esté pasando en el siglo XXI, cuando la libertad de expresión ya hace mucho que está considerada un derecho constitucional.

Felipe VI - Imagen Pública
Felipe VI – Imagen Pública

EL FINAL DEL CUENTO

El cuento de Mark Twain (del cual tomo prestado el título) tiene un final muy feliz, pero sólo si tenemos en cuenta a los dos protagonistas. Los demás mendigos que ni se mencionan seguirán siendo mendigos, los sirvientes seguirán siendo sirvientes y el rey seguirá asomándose al balcón de palacio a saludar a sus súbditos, que le aplaudirán muy contentos, enfermos de  ignorancia ante la desigualdad social que padecen y aceptando como algo natural que su rey debe seguir siendo rey por derecho divino y porque es de sangre azul.

Esto no deja de ser un cuento y no nos engañemos, la sangre que corre por las venas de los reyes es roja, igual que la nuestra.

Si no empezamos a entender que los privilegios otorgados a unos cuantos se pagan con los derechos de todos los demás, tenemos un grave problema de identidad. Acabaremos asumiendo la condición de mendigos y aceptaremos los pocos derechos que nos den a cuenta gotas como limosna, no como algo que nos merecemos y que nos han robado.

El ramo de rosas

Regalos - Imagen pública
Regalos – Imagen pública

por María Mañogil

El día de la madre, uno de esos días a los que se les puso nombre para homenajear o agradecer algo a alguien, como  tantos otros días con nombres inventados que no tienen nada más de especiales que la intención de que parezcan así (entre otras cosas con el fin de  fomentar el consumismo); en el fondo todos sabemos que lo especial nunca es una fecha en un calendario, aunque nos empeñamos en escribir o pronunciar las palabras adecuadas para adornarla o en buscar un regalo que exprese en un sólo día el amor que, en ocasiones, pasa desapercibido los otros 365, en los que no hablamos si no se nos pregunta o porque creemos que no tenemos nada que decir. No sé porqué habría que decirle a una madre cuánto se la quiere, si ya lo sabe… Todo se da por hecho, así que levantarse una mañana temprano para ir a comprar un regalo que quizás no sea el adecuado o que tenga la misma utilidad que los de años anteriores también debería carecer de significado si tenemos en cuenta la cantidad de personas que pasan todos los días por delante de la casa donde vive la mujer que las trajo al mundo, que las cuidó y las educó hasta convertirlas en las personas adultas e independientes que son ahora y no son capaces de perder unos minutos de su ajetreada vida para, como mínimo, darle un beso.

Como digo, todo en el mundo se da por hecho, pero de repente llega un día en el que nos transformamos y corremos ansiosos a comprar el regalo perfecto para agasajar a alguien o  para decirle: “Hola, hoy me he acordado de ti”.

Yo pasé varios días pensando en un regalo para mi madre. Después de salir del trabajo entraba en unos grandes almacenes y, sin haber encontrado aún nada en ninguna otra tienda que me pareciera apropiado para un día tan especial, empecé a plantearme la posibilidad de comprarlo allí para que ella lo pudiera recoger en otro establecimiento de la misma cadena que se encuentra en su ciudad (en nuestra ciudad) y de esa forma ahorrarme el esfuerzo que supone tener que enviarlo a través de una oficina de correos. Durante todos esos días que malgasté pensando en eso y buscando desesperadamente un regalo que nunca encontré, no la llamé por teléfono en ningún momento, no le pregunté cómo estaba ni le envié un beso, ni le dije que la quiero.

¿De verdad estaba buscando un regalo para mi madre? Yo ya lo dudo. Quizás ese regalo era para mí, para aliviar mi conciencia de la pesada carga a la que debo estar sometiéndola por no poder regalarle a mi madre lo único que creo que le gustaría recibir de mí. Y sé muy bien lo que es  porque yo también soy madre.

Me parecen irónicos los carteles en los escaparates de las tiendas, las flores y las tarjetas pregonando que ya llega el día esperado en que estamos obligados a “demostrar”… Hasta los anuncios en televisión me recuerdan como si fuera una burla, que yo no voy a estar ese día donde me gustaría estar, que no estoy desde hace un mes y que, probablemente no estaré en los meses siguientes. No es el día de la madre el que me importa, son todos lo demás. Es cada minuto en que mi mente deja que agonicen los recuerdos de todos los años a su lado, del olor de sus ropas cuando me abrazaba, del sonido de la radio en la cocina de nuestra casa, de su voz leyéndome un cuento por las noches cuando estaba enferma, mientras sus labios rozaban mi frente para comprobar que ya no tenía fiebre…

Regalos - Imagen pública
Regalos – Imagen pública

No sé qué regalo podría hacerle a mi madre ni qué sentido tendría hacerlo en un día en que se me está presionando a comprar algo que no quiero porque si no lo hago no demostraré lo buena hija que soy y en el que estoy obligada a gritarle  al mundo cuánto la quiero. ¿De verdad le importa al mundo si yo quiero a mi madre? El mundo era ajeno a todos mis recuerdos hasta que yo los he escrito aquí.

Un regalo nunca dejará de ser simbólico tanto para quien lo da como para quien lo recibe (o eso creo yo) y el único regalo que puede serlo de verdad es el que se hace desde la improvisación, desde un momento concreto que no vaya unido a una fecha preestablecida, como puede ser un cumpleaños o cualquier otro día. Un regalo se da cuando se quiere dar y desde luego que no tiene porqué comprarse.

Yo no encuentro mejor regalo para una madre que poder estar con sus hijos.

Regalos - Imagen pública
Regalos – Imagen pública

Si tuviera que definir “ser madre”, no sabría hacerlo. Un día alguien me dijo que el hecho de preguntarme si soy una buena madre ya demuestra que lo soy, pero nunca llegué a creerme esas palabras y un día me sorprendí al descubrir que hacía ya mucho tiempo que había dejado de preguntármelo porque entendí que al hacerme esa pregunta estaba torturándome del mismo modo que cuando me pregunto si alguna vez fui una buena hija, o si al menos, lo intenté.

Hoy ya no me pregunto nada, tan solo trato de abrigarme en los recuerdos que, aunque a veces borrosos, son los únicos que me alivian mientras me distraigo pensando en qué título ponerle a lo que estoy escribiendo. Mañana me despertaré y volveré a escuchar los anuncios en televisión, volveré a salir a la calle y admiraré los preciosos ramos de rosas, expuestos en los escaparates de las floristerías junto con alguna tarjeta de felicitación dedicada a las madres. Yo, como todos los días, pasaré de largo y pensaré en cuánto me gustaría poder abrazar a la mía y sentir un abrazo de mis hijos. Un día de estos compraré un billete de avión y lo haré.

El violinista

Violin - Imagen pública
Violín – Imagen pública

por María Mañogil

Parecía una de esas mañanas como cualquier otra, una de tantas de las que llevaba allí, en una ciudad que no era la mía, aunque en verdad no existe nada que yo considere mío. El simple hecho de haber nacido en un determinado lugar no convierte a ese lugar en propiedad de nadie… No me sentiría menos extranjera en ninguna parte del planeta en la que no haya nacido ni en la que no haya vivido nunca que en mi propia casa porque tampoco me siento parte de nada. Sólo soy alguien y al igual que el resto del mundo, alguien de paso.

El sentido de la propiedad nunca fue conmigo y de ahí debe nacer el desapego que parezco demostrar o que los demás creen haber visto en muchas de las cosas que hago (o que no hago). Yo entendí hace ya demasiado tiempo que todo cuanto creemos poseer no va a dejar de ser efímero por más que nos aferremos a ello y por mucho que hayamos pagado por obtenerlo. No me creo en posesión ni de la ropa que visto, ni tan siquiera del aire que respiro, ya que en cualquier momento dejaré de respirar.

Esa mañana me perdí para seguir religiosamente con el ritual de todas las otras mañanas anteriores y me quedé mirando las dos salidas de la estación de metro sin saber cuál de ellas debía tomar, mientras una procesión de personas desfilaba delante de mí, al son de la música de violín que se oye siempre y que quién sabe de dónde procede. Al fin y al cabo, esa música sólo forma parte del sonido que, junto con las voces de la gente, acompaña al escenario en el cual se desarrolla la función matutina del metro. Una función en la que todo el que pasa por allí participa.

Metro - Imagen pública
Metro – Imagen pública

Yo no actué esa mañana porque me perdí y gracias a eso tuve tiempo de ponerme el disfraz de mí misma, que es con el que me siento más cómoda y el perderme no fue más que un atajo que tomé en mi camino (al menos así lo sentí), porque decir “perdí el tiempo” no sería correcto para definir “ponerle cara” a una música que, de cualquier otro modo, hubiera permanecido en las sombras, oculta o desdibujada en medio de las demás sombras que a mí me resultan inertes, aún cuando no dejan de zarandearse de un lado a otro. Porque sí, la música tiene cara (yo la vi) y ni siquiera nos molestamos en mirarla. ¡Qué pena! Nos perdemos parte de su belleza por no querer perder tiempo, como si el tiempo fuese lo más valioso del mundo.

El tiempo no es nada comparado con lo que nos perdemos por no mirar.

Yo nunca he considerado haber perdido mi tiempo, más bien lo he aprovechado para hacer otras cosas que no son las habituales, pero que no por eso dejan de ser importantes, como asomarme a la ventana desde un noveno piso y observar a las personas que hay en la calle, imaginando sobre qué están conversando entre ellas, o como sentarme en el bordillo de una acera y observar a una hormiga cargando un trozo de pan dos veces más grande que su propio cuerpo. ¿Acaso es eso perder el tiempo y no lo es trabajar todos los días, incluidos domingos, festivos y vacaciones para poder ahorrar una cantidad de dinero que no vamos a poder gastar nunca porque no tenemos ni un día libre? Yo conozco algunas personas que lo hacen y me parecen patéticas cuando me dicen que pierdo mi tiempo porque algunos domingos me gusta dormir hasta la una del mediodía. Cada quien decide qué hacer con su tiempo, pero aunque me encanta observar el trabajo que hacen las hormigas, no quisiera parecerme a ellas, ni a las personas que se creen hormigas.

Metro - Imagen pública
Metro – Imagen pública

Observar también es dedicar el tiempo a aprender o desaprender un poco de los demás, sean humanos o no y fijarse en lo que nos rodea en vez de dejar que todo pase desapercibido me parece una buena forma de empezar a hacerlo.

“Mirar” y “escuchar” forman parte de eso que llamamos “perder el tiempo” cuando no hacemos lo que está escrito en ese misterioso e imaginario libro que damos por hecho que nos dice (como si lo hubiese escrito el más sabio de todos los sabios) lo que debemos hacer. Cuando no hacemos caso a ese maravilloso libro creemos que somos un desastre y nos sentimos mal porque no somos lo que los demás esperan que seamos, porque no aprovechamos nuestro tiempo en hacer cosas productivas y nos involucramos demasiado en algo tan insignificante como puede ser saber lo que hacen las hormigas en la calle o contemplar el vuelo de una mosca. Tan insignificante es cómo podríamos sentirnos si nos diéramos cuenta de que tampoco somos capaces de mirar a los ojos de quienes se cruzan en nuestro camino todos los días, por lo que no resulta tan raro que no sepamos buscar el origen de un sonido, de una serie de notas, de una melodía que suena de fondo o que nos acompaña a lo largo de nuestro paso por la vida.

Que pequeñitos somos al lado de las hormigas, comunicándose entre ellas para explicar el lugar exacto donde han encontrado comida, colaborando unas con las otras mientras los humanos necesitamos millones de palabras (escritas o habladas) para entendernos y ni aún así somos capaces de entender a los que hablan nuestro mismo idioma, ni mucho menos de mirar a la persona que pasa por nuestro lado, o de sonreírle.

Sí, en definitiva me gusta ocupar mi tiempo en mirar, en escuchar lo que a nadie parece importarle y en buscar algo donde, aparentemente, no hay nada.

Violinista - Imagen pública
Violinista – Imagen pública

Yo no busqué nada esa mañana; lo encontré mientras estaba perdida. Encontré la cara de la música que sonaba y me quedé viéndola porque me pareció injusto sólo escucharla. Me acerqué a ella, le miré a los ojos y le hablé ¿por qué nadie más lo hizo?, ¿por qué nadie más se detuvo frente a ella, le sonrió y le preguntó por el tema que estaba tocando con su violín? Quizás a nadie más que a mí le importó en ese momento una cara en una estación de metro. Al fin y al cabo no son muchas las personas que por las mañanas dedican un minuto a mirar otra cara que no sea la suya frente al espejo mientras se peinan. Será que yo no me peiné esa mañana y el primer rostro que observé con detenimiento ese día fue el de aquel hombre sentado en una silla plegable, tocando su violín, regalando a cada uno de los que pasábamos por su lado un poco de su tiempo, el mismo tiempo que pasa para todos, pero que mientras para unos es precioso, otros se encargan de hacerlo precioso para el resto del mundo. Y el mundo sigue caminando sin percatarse de nada, envuelto en prisas y volviéndose mudo a cada paso, ciego dos pasos más allá del espejo y sordo al traspasar la puerta de cada estación, donde ya el sonido de violines, acordeones, guitarras o demás instrumentos musicales que se esconden debajo de las aceras de la ciudad, deja de existir.

Yo me perdí esa mañana y volveré a perderme todas las demás mañanas en las que pase por allí, por esa zona oscura donde la música tiene rostro, donde la música te escucha y te contesta siempre que decidas tener tiempo para quedarte de pie frente a ella, sonreírle y darle las gracias por su compañía. Después de todo, yo no conseguí ver a nadie más en el metro; como el resto de los que viajan en él por las mañanas, me quedo sola nada más entrar en el vagón, aunque esté rodeada de gente y lo único que de verdad escucho es el sonido de fondo que me acompaña durante todo el viaje: el roce de un arco sobre las cuerdas de un violín.

El puzzle de las 2000 piezas

ROMPECABEZAS-IMAGEN PÚBLICA
ROMPECABEZAS-IMAGEN PÚBLICA

por María Mañogil

Había invertido días en intentar montar ese puzzle. Cada día, al llegar a casa después del  colegio, tiraba mis libros sobre mi cama y me sentaba en el suelo de mi habitación para tratar de acabarlo, pero cuanto más me acercaba al final e iba disminuyendo el número de piezas por colocar, más difícil me resultaba acabarlo; siempre había alguna pieza que no encajaba y tenía que sustituirla por otra que ya daba por hecho que estaba en el lugar correcto.

Eran 2000 piezas y yo sólo tenía 10 años. El día que lo terminé de montar no sabía donde ponerlo (era demasiado grande), así que lo volví a desmontar y guardé todas las piezas de nuevo en su caja.

Para muchas personas es más fácil montar un puzzle que desmontarlo, sobre todo cuando el tiempo que han dedicado a él ha ido acompañado de una pasión desenfrenada por el trabajo que supone unir cada una de las piezas para que encajen en el lugar correspondiente.

Cuando ese puzzle es una historia y esa historia está formada por mentiras es todavía más complicado, ya que como el puzzle es imaginario hay que tener una memoria espectacular para recordar donde se puso cada una de las piezas, de lo contrario no encajarán las siguientes.

Yo he visto muchos puzzles hechos a base de mentiras y poco a poco he ido quitando todas las piezas que no encajaban hasta desmontarlos por completo y lo único que ha quedado al final es un trozo de cartón con el fondo blanco. Las historias inventadas no son más que eso: una lámina de cartón sobre la cual no hay nada, al menos nada real.

Casi todos hemos mentido alguna vez y quien diga que no, es el primero que lo está haciendo. Pero una cosa es una mentira y otra muy distinta es una historia basada en muchas mentiras. Hay para quienes toda su vida se basa en una gran mentira.

ROMPECABEZAS-FOTOGRAMA
ROMPECABEZAS-FOTOGRAMA

LA CONFIANZA

Yo no me fijo cuando hablo con los demás en si me están mintiendo o no, sólo escucho y creo lo que me están contando porque no entiendo que pueda haber un motivo para que alguien me cuente algo que no es verdad, a no ser que me esté gastando una broma. Tampoco voy buscando motivos que puedan explicar una necesidad de alguien de querer engañarme…si alguna vez sospecho que los hay me mantengo alerta, pero en principio no los busco, aunque en muchas ocasiones he adivinado la mentira antes de acabar de ser relatada, normalmente por un error en las palabras de quien la ha dicho, más que por perspicacia mía. Yo confío en las personas hasta que me demuestran que me han engañado. Entonces ya es muy difícil que vuelva a confiar en ellas, a no ser que tuvieran un motivo muy “importante” para hacerlo; cuestión de vida o muerte.

Mi vida ya es demasiado complicada como para tener que añadirle cosas que son falsas. Eso supondría un esfuerzo enorme para mí, ya que si no recuerdo a veces lo que hice el día anterior difícilmente podría recordar lo que no hice. Pero que sea difícil o que yo no lo vaya a hacer porque no le veo la utilidad, no significa que no pueda hacerlo.

Podría inventarme una historia, contarla y estoy segura de que poniendo atención en lo que digo y procurando no equivocarme, la mayoría de gente me creería. ¿Por qué no iban a hacerlo si soy de fiar?

CIUDADANO KANE-FOTOGRAMA
CIUDADANO KANE-FOTOGRAMA

EL MONTAJE

Hace unas semanas hicieron un programa especial en una cadena española de televisión,  con motivo del aniversario del intento de golpe de estado que hubo en España en 1981. Se le dio mucha publicidad a ese programa y fuimos muchos los españoles que lo vimos. Era un reportaje en el cual se desmontaba la versión oficial de los hechos que trascurrieron ese día. En el programa intervinieron personas que estuvieron allí y otras que, supuestamente, tenían conocimiento de lo que iba a pasar, políticos e incluso un conocido director de cine.

Al acabar el programa y minutos antes de que comenzara el debate sobre dicho reportaje, el presentador comunicó que todo había sido un montaje y que los personajes a los que habían entrevistado formaban parte de él y se habían limitado a interpretar un guión, como si de actores se tratase.

Ese programa despertó mucha polémica y hubo opiniones de todo tipo, en su mayoría eran críticas al presentador tanto por alimentar una farsa basándose en unos acontecimientos muy importantes en la historia de España y que (afortunadamente no fue el caso) pudieron haber acabado en tragedia, como por jugar con su credibilidad como periodista ante millones de espectadores. Nos engañó a casi todos, incluida a mí, que pasé la mitad del programa creyendo todo lo que decían. Y digo la mitad porque hubo un par de detalles que no encajaban en la nueva versión y que si no llega a ser porque esos detalles me hicieron dudar y hasta me parecieron cómicos, me habría creído la historia hasta el final. Claro, que en la versión “oficial” puede existir también un número de detalles que tampoco encaja; el mismo número que en la versión “falsa”. 

A mí y a otras personas nos gustó el programa, otras se sintieron ofendidas (algo muy comprensible) por el tema tan serio sobre el que se creó el montaje y otras, yo creo que la gran mayoría, se cabrearon cuando descubrieron la facilidad con las que habían sido engañadas. Además de incrementar la audiencia, como es lógico en todos los canales de televisión, la finalidad del programa era esa, demostrar lo susceptibles y manipulables que somos ante los medios de comunicación.

ROMPECABEZAS-IMAGEN PÚBLICA
ROMPECABEZAS-IMAGEN PÚBLICA

¿DÓNDE BUSCAR EL ENGAÑO?

La mayoría de veces que buscamos algo no nos damos cuenta hasta que lo encontramos de que hemos estado buscando en el sitio equivocado. La verdad (y la mentira) están casi siempre más cerca de lo que pensamos y sin embargo vamos  a buscarlas en los escondites más raros, cuando quizás las tenemos delante de nuestras narices.

Nuestros ojos no pueden ver a todos los microorganismos que conviven a diario junto a nosotros, pero ellos, los que tengan ojos, tampoco podrían vernos a nosotros si levantaran la vista. En todo caso verían una parte de nuestro cuerpo, pero no sabrían lo que es. Con las mentiras pasa lo mismo: cuando son muy pequeñas sólo las podemos ver a través de un microscopio, pero cuando son demasiado grandes tenemos que alejarnos y mirar desde lejos para poder verlas enteras, ya que si estamos muy cerca no seremos capaces de distinguirlas.

 El otro día vi una foto en internet que me gustó mucho. Era la foto de un personaje famoso, en la que al lado había una cita, la típica cita que nos da un consejo con las palabras que dijo en su día la persona que sale en la foto. En este caso nos aconsejaba no creer en cualquier cita que saliera en internet con una foto al lado. Me encantó la frase; había tanto de cierto en ella como de falso. Una buena cita y un buen consejo, auténtico si no fuese porque el personaje que salía en la foto murió un siglo antes de que se inventara internet. La mentira estaba escondida precisamente en quien la desmontaba. Y eso es lo que suele pasar en la vida, que buscamos lejos lo que tenemos al lado.

El primer párrafo de este texto es mentira. Me lo he inventado. Yo nunca he intentado montar un puzzle de 2000 piezas, ni de 500… Nunca se me ha bien montar puzzles. Eso sí, desmontarlos y perder las piezas de los que montaba mi hermano se me daba de maravilla. De hecho, mi hermano es la única persona que, si está leyendo esto, se ha dado cuenta desde el principio que estaba mintiendo.

Desmontar una farsa es muy difícil, pero podemos hacerlo siempre que miremos hacia el lugar donde tenemos que mirar y no a otro.

Por cierto, otro de los párrafos de esta columna también es mentira, pero lo he puesto tan a la vista que pocas personas lo verán. Aunque a mí no me gusta hacerlo, me he dado cuenta de que es muy fácil engañar y que nos engañen. Yo lo acabo de hacer sin que os dierais cuenta.

 

El viaje (11M)

Monumento 11M
Monumento 11M

por María Mañogil

11 de marzo de 2004. En recuerdo a las víctimas de los atentados, 10 años después.

Sobre la mesa de su escritorio, aún se podía intuir, por el desorden, que se había vuelto a quedar dormido. No era la primera vez en los dos meses que hacía que le habían contratado en una empresa multinacional. Le costó tanto encontrar aquel trabajo… Y hoy se había vuelto a dormir. El maldito despertador no había sonado, o eso creía él. Si le preguntaran a su vecina, la que dormía pared con pared en el piso de al lado, diría que estaba harta de escuchar los ronquidos por la noche, el despertador cada día a las 5 y media de la mañana, sonando una y otra vez y los insultos de aquel individuo que se había mudado, para su desgracia, al piso de alquiler que quedó libre dos meses atrás.

Se preparó un café mientras se malvestía y pensó que no le daba tiempo de buscar en su desordenado armario el uniforme limpio que había echado allí en un intento de que su habitación pareciera más que limpia, decente. Se mudó allí porque no quería permanecer en el mismo barrio en el que meses atrás había vivido con la que había sido su mujer durante la mitad de su vida. Su vida, pensaba, era ahora un completo desastre desde que ella se fue a otro país para olvidarle, para olvidar a aquel hombre por el que ya no sentía nada parecido al amor. Encontrar este trabajo no le había ayudado para nada a reconstruir su vida. Su vida no valía nada…

Salió corriendo mientras pensaba en todo esto y por un momento se le olvidó que le quedaba media hora de camino para llegar a la estación y tomar el tren de las 7, el mismo que le llevaría hasta su trabajo. Si no conseguía tomar ese tren lo despedirían, estaba seguro de ello porque su jefe ya le había avisado dos veces, así que eliminó sus pensamientos y empezó a caminar deprisa hacia la estación.

Llegó en 20 minutos, sudoroso y jadeando y suspiró cuando vio el andén lleno de gente esperando. Menos algunas personas nuevas, o que él nunca había visto, la mayoría eran los de siempre: el grupo de chicos cargados con montones de libros, riendo, bromeando… la mujer con gafas de sol y bolso enorme (él siempre se preguntaba por la cantidad de cosas que podía acumular una mujer en el bolso), el anciano con una gorra sobre su cabeza que siempre le saludaba, el señor con el bebé en el cochecito y un maletín en la mano… Todos ellos tomaban el mismo tren todas las mañanas, de lunes a viernes.

Placa 11M
Placa 11M

Cuando subió a uno de los vagones, recordó que se le había olvidado la placa de identificación con su nombre. Era obligatorio llevarla en la empresa para la que trabajaba, pero estaba claro que hoy no era el día para preocuparse por eso, ni siquiera tenía claro que le renovaran el contrato y probablemente tendría que buscar otro trabajo dentro de poco.

Un poco triste, se apoyó en una de las ventanillas y miró hacia el andén. Escuchó el sonido del tren al emprender su camino y por un instante vio a un hombre correr mientras  levantaba la mano, con un gesto desesperado para que el maquinista lo viera y no arrancara, pero eso no sucedió…el tren no espera a nadie. Nunca espera a nadie.

Él suspiró de nuevo, alegrándose de que, por esta vez, no fuera él quien se quedara en el andén esperando al próximo tren.

Juan, Pedro, Luis, o como sea que se llamara aquel hombre no llegó a su trabajo ese día, ni los siguientes… Al igual que muchas personas ese día no llegaron adonde se dirigían, ni volvieron a sus casas para comer, ni para cenar. Muchas familias se quedaron esperando y siguen esperando a quienes ya nunca volverán porque esa mañana tomaron un tren sin destino.

Esta mañana, la señora del piso de al lado ha conocido a los nuevos vecinos que se mudaron allí la semana pasada. Son una pareja de ancianos y ha pensado en la suerte que tiene después de diez años, de que hayan venido unos señores mayores, como ella y se ha preguntado qué habrá sido de aquel hombre tan antipático que vivió allí. Se debió mudar a otra ciudad. Sí, seguro que se fue de la ciudad, pero no conoce su nombre, nunca lo llegó a poner en su buzón y como nunca lo visitaba nadie, nadie preguntó nunca por él.

Yo no sé si ese hombre tenía más familia además de su ex mujer, la que se fue a otro país. No sé si alguien pensará hoy en él o si alguien sabrá porqué no fue nunca a su casa después del trabajo. Ni siquiera sé si existió…Lo que sí sé es que yo lo recuerdo porque ese hombre pudo haber sido cualquiera de los que salieron de casa esa mañana para tomar un tren.

Yo sí que estoy pensando en él y me lo imagino de camino a casa.

El premio

Premio - Imagen pública
Premio – Imagen pública

por María Mañogil

Siempre me ha gustado esa frase que dice:“Todo cae por su propio peso”. Desde muy pequeña me he llenado mil veces la boca con ella, quizás en un vano intento de creérmela, o de que, aún sin llegar a creérmela y a costa de repetirla muchas veces, se convirtiera en verdad. Una verdad tan universal como que vemos salir el sol cada mañana por el este, estemos donde estemos.

La fruta cae del árbol por su propio peso cuando está madura…y pocas cosas más. Las mentiras también suelen caer, aunque no por su propio peso, más bien por algún error cometido por quien las inventa, o por el simple hecho de que quien cuenta una mentira con la intención de mantenerla toda su vida, debe tener algo más que una memoria perfecta y nadie la tiene.

“Todo cae por su propio peso” es muy similar a “El tiempo lo pone todo en su lugar”. El tiempo deteriora las cosas y envejece a las personas, pero no pone nada en su lugar. Eso lo hacemos nosotros (si podemos). El tiempo pasa, pero no ejerce de juez para nadie. Los castigos que nos impone, o creemos que nos impone la vida, no son más que las consecuencias de nuestros actos para algunos; para otros son las consecuencias de los actos de los demás y para otros cuantos son pura casualidad y mala suerte.

Al grupo de frases al que pertenecen las dos anteriores se puede unir una tercera: “Al final todo el mundo tiene lo que se merece”. Ésta es la más irónica de todas y a la que se aferra más gente intentando aliviar su indignación e impotencia ante las injusticias, buscando, tal vez, lo que buscamos todos al fin y al cabo: Una respuesta a todo.

Si todo el mundo tiene lo que se merece, ¿por qué hay niños que tienen cáncer? ¿Acaso una criatura que apenas ha comenzado a vivir se merece eso?.

Yo creo que no todo el mundo tiene lo que se merece, por lo tanto, tampoco creo que el tiempo ponga todo en su lugar. Si así fuera, viviríamos en un mundo perfecto.

Premio - Imagen pública
Premio – Imagen pública

→Los errores

Una de las definiciones de “error” que podemos encontrar en la RAE es: Acción equivocada. ¿Quién no ha errado nunca? Quien acaba de nacer. Todos los demás nos hemos equivocado muchas veces a lo largo de nuestra vida. Los errores nos sirven para aprender, pero también se pagan (algunos muy caros). Equivocarnos es parte de la vida, pero la vida no es gratis, aunque algunos crean que sí. Todo lo que hacemos, correcto o incorrecto, tiene un precio. Incluso el simple hecho de respirar supone un esfuerzo, sin embargo no nos damos cuenta de ello hasta que nos falta el aire.

El problema de los errores es que, aunque digamos que son humanos (que no lo son exclusivamente, ya que no somos la única especie del planeta que los comete), no pasan tan desapercibidos como los aciertos. Por un error que cometamos se nos juzgará siempre de una forma desproporcionada en comparación a cien aciertos que tengamos. Parece ser que, por algún motivo que desconozco, cuando alguien comete un error, automáticamente empezamos a padecer una especie de amnesia y se nos olvida todo lo bueno que pueda haber hecho esa persona anteriormente. Es una pena… Deberíamos tener la misma memoria para almacenar sentimientos de agradecimiento que la que utilizamos para el rencor. Probablemente sobrecargaríamos menos el cerebro y seríamos más felices. Yo la primera.

Hay algo que me divierte mucho, aunque quizás no esté bien hacerlo, y es leer con detenimiento los textos o las cosas que escriben las personas que se ríen de las faltas de ortografía de otros; encuentro algunas mucho peores que las que critican.

Hace un par de días, en una red social, alguien dijo que ya quedaban pocas personas que escribían “emos”. Me bastó leer un par de frases suyas para encontrar una falta y le dije que debería suicidarse. No lo hice con mala intención, sólo acabé su chiste. Yo no me fijo en las faltas de los demás, ya y que probablemente era porque se iban suicidando. que yo también tengo. Tan solo respondo cuando creo conveniente hacerlo, ya que para eso están las redes sociales. Quien no tiene faltas de ortografía las tiene de otra cosa… y hay cosas mucho peores que escribir mal o bien.

Esto es sólo un ejemplo. Lo que quiero decir es que cuando alguien comete un error deberíamos preguntarnos si no hemos cometido nosotros alguna vez el mismo. La mayoría de las veces la respuesta será sí. Los errores de los demás nos molestan tanto porque sabemos que son comunes a los nuestros.

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→La culpabilidad

Una vez alguien me dijo que sentirse culpable es como pegarse latigazos y la experiencia me ha demostrado que casi siempre es verdad. Cuando, a causa de un error nuestro, hacemos daño a alguien, de nada sirve sentirse culpable; el daño ya está hecho. Pedimos perdón, rectificamos e intentamos repararlo (a veces sin éxito), pero poco más podemos hacer. Probablemente volveremos a hacerlo otra vez, de distinta manera o de la misma… así es la vida. Si nos caemos, nos levantamos; si nos equivocamos, rectificamos y si hacemos daño a alguien sin querer, pedimos perdón. Si hoy aprendemos del error que cometimos ayer, mañana cometeremos otro diferente para aprender de él pasado mañana. Y así será día tras día. Nadie es culpable al 100% de todo lo que pasa a su alrededor, ni siquiera de sus propios errores, al menos para siempre, ya que la culpa también tiene fecha de caducidad.

Incluso quien ha cometido un delito grave, al acabar su condena queda en libertad. Si esto es así, ¿por qué una persona tendría que pagar toda su vida por haberse equivocado, con una condena tan dura como es el sentimiento de culpabilidad?

Cada quien es libre y está en su derecho de decidir perdonar o no, pero quien no sea capaz de hacerlo debería procurar lo imposible: no equivocarse nunca.

Yo, aunque me equivoco constantemente y hago daño a muchas personas por ello, no creo haber cometido un delito tan grave como para estar pegándome latigazos todos los días el el resto de mi vida. Nadie debería hacerlo.

Premio - Imagen pública
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↔Los castigos y los premios

Como he dicho al principio de este texto, creo que los castigos a veces son consecuencia y otras veces mala suerte, pero no pienso de ninguna manera que estemos predestinados o que el tiempo nos vaya a poner a cada uno en nuestro lugar. En el único lugar que nos va a poner el tiempo, con ayuda de los servicios fúnebres, es en un ataúd y después bajo tierra o  incinerados. Eso sí que se puede llamar “ley universal”, porque ninguno de nosotros se va a librar de ello.

Los premios son exactamente lo mismo que los castigos; a veces nos los ganamos y otras veces nos tocan en un sorteo sin ni siquiera haber jugado. Si yo fumo un paquete de cigarrillos al día, estoy jugando con todas las papeletas para que me toque un cáncer de pulmón o una bronquitis crónica, aunque quizás no me toque. Sin embargo, hay personas que no han fumado nunca y padecen cáncer de pulmón. En mi caso sería un premio; en el segundo, un castigo que esa persona no se merece. Por lo tanto, la famosa frase “Todo el mundo tiene lo que se merece” es falsa.

Todos tenemos nuestro premio y nuestro castigo, lo merezcamos o no.

No encuentro ninguna diferencia entre premio y castigo, ya que, aunque el primero se considere bueno y el segundo malo, todo depende de para quien. Para los vendedores de paraguas, que esté lloviendo durante dos semanas es un premio; para las personas que mueren o pierden sus casas a causa de las inundaciones es un castigo.

Así pasa con todo. Yo tengo cosas (tanto buenas como malas) que me las he ganado a pulso y otras que no sé ni de donde me han venido.

El último premio que he recibido ha sido hace unos días (quizás era mi regalo de reyes que me llegó adelantado) y, aunque ya lo estaba viendo gestándose desde hacía meses, al abrir el paquete donde venía envuelto, me estalló en plena cara. Si me lo he ganado o no, no lo sé del todo cierto. Tal vez en parte sí, por haberlo abierto intuyendo lo que era, pero a pesar de haber cometido un error, fue a causa de otros muchos “regalos” que he estado recibiendo casi a diario. Eso no justifica mi error, pero ya pedí perdón y se me ha negado. Mi parte de culpa ya la he asumido. Sin embargo, no he recibido disculpa alguna ni he visto arrepentimiento por parte de ninguna otra persona de las que ha estado involucrada en la adquisición de mi “bonito regalo de reyes”.

No sé si algún día recibiré un premio por todos lo bueno que he hecho en mi vida. Lo dudo. Lo que si sé es que rechazaré todos aquellos que no crea merecer y este último lo he tirado directamente a la basura.

Si merezco o no el desprecio de la persona a la que hice daño sin querer, que lo decida ella misma. Yo ya llevo bastante tiempo pagando una deuda que nunca contraje y esa persona lo sabe, así que castigarme no servirá de nada. Su perdón y su comprensión es lo que más necesito en estos momentos, pero eso no quiere decir que lo vaya a obtener, porque como dije: nada es gratis, ni tan siquiera respirar. Y a mí ahora me falta el aire.

El día de la igualdad de género

Igualdad - Imagen pública
Igualdad – Imagen pública

por María Mañogil

Poned una fecha cualquiera, la que queráis…A mí se me ocurre una en honor a un buen amigo que fue el que, con un comentario suyo, sincero y honesto, me inspiró para escribir esta columna. El día no tiene importancia…Lo que importa es que la igualdad sea real, sea constante y sea verdadera y que para defender los derechos de unos no se violen los de los otros.

Las mujeres hemos estado discriminadas desde hace siglos, más bien diría que desde siempre. Nunca he entendido el porqué, ya que hombres y mujeres pertenecemos a la misma especie…Aunque tampoco entiendo el porqué se discriminan a otras especies (pero eso es otro tema que merece una columna entera para hablar sobre ello).

Hombres y mujeres somos diferentes, eso es obvio y nadie lo puede discutir, al menos en algunos aspectos sobre todo físicos, pero no sólo esas diferencias se pueden apreciar entre personas de diferente sexo, ya que todos, absolutamente todos somos diferentes. No existe ninguna persona (ni siquiera los gemelos monocigóticos, los cuales comparten el 100% de su ADN) que sea exactamente igual a otra.

A pesar de eso convivimos, o deberíamos convivir como lo que somos: personas diferentes pero parecidas al fin y al cabo.

Deberíamos tratarnos todos por igual, “en todo”. En sentimientos, (ya que todos sentimos), en derechos, en oportunidades…Pero cuando digo en todo me refiero a TODO, no sólo a lo que nos conviene a algunos y algunas.

El hecho de ser mujer no me hace ser ciega ni sorda a las cosas que estoy viendo y escuchando a diario, ni me hace girar la cabeza hacia otro lado para no ver lo que es evidente y lo que mucha gente, (no entiendo la razón) se niega a ver.

Ya que yo antes de ser mujer soy persona, voy a hablar desde un punto de vista neutral y voy a escribir lo que quizás mucha gente piensa y no se atreve a decir: las mujeres porque todavía estamos en lucha contra la discriminación a la que aún hoy se nos somete y reconocer ciertas cosas nos haría parecer sumisas frente a esa discriminación, (lo cual no es cierto); los hombres porque si hablasen de esto serían catalogados automáticamente de machistas y de estar a favor de dicha discriminación hacia la mujer, (algo que tampoco sería cierto).

Igualdad - Imagen pública
Igualdad – Imagen pública

Por suerte o por desgracia, tengo la manía de decir las cosas que mucha gente no  quiere escuchar, al igual que me pasaba en el colegio cuando levantaba la mano para preguntar algo que no sabía y mis compañeros me miraban como si fuese idiota y a mí nunca me importó que lo pensaran. Si de pequeña me traía sin cuidado lo que pensaran de mí, menos me importa ahora que soy adulta. Así que no me voy a callar lo que otros se callen y estoy completamente segura que tanto hombres como mujeres se verán reflejados en este texto. Me gustaría ver cuantos y cuantas lo reconocen abiertamente.

Las mujeres tenemos un día dedicado a nosotras: el 8 de marzo. En honor y en recuerdo a las 130 trabajadoras que murieron quemadas en 1908 mientras reclamaban y defendían sus derechos en sus puestos de trabajo. (Algo digno de admirar y un homenaje muy merecido).

Las madres también tienen (tenemos) nuestro día. Los hombres también, pero sólo y exclusivamente los que son padres, los demás no. Incluso los animales tienen un día dedicado a ellos. Aunque esto, a mi modo de ver tiene escasa importancia, ya que al igual que el día de San Valentín lo veo como un negocio y una incitación al consumismo. Pero sí que es cierto que hay otras cosas que son descaradamente discriminatorias hacia los hombres. Y digo “descaradamente” porque se hacen sin esconderse, delante de ellos y delante de otras personas. Ni siquiera se disimulan. Parece ser que están bien vistas por la sociedad e incluso nos parecen lo más normal del mundo.

No puedo entender que si las mujeres estamos pidiendo desde hace tanto tiempo la igualdad y luchando por ella, ahora, en pleno siglo XXI muchas de nosotras nos dediquemos a intentar hacer lo mismo que hicieron con nosotras. No me parece justo que tengan que pagar por eso todos los hombres, cuando muchos de ellos están a nuestro lado luchando y defendiendo con nosotras nuestros derechos.

Al igual que un día escribí sobre la violencia machista, hoy me veo en la obligación moral de escribir sobre el desprecio y las injusticias a las que están sometidos muchos hombres. Creo que esto es bastante coherente con mi forma de pensar sobre la igualdad de género. Si no lo hiciera me estaría convirtiendo en cómplice de las cosas que estoy viendo demasiado a menudo. Y no quiero.

En el centro de salud que me corresponde por la zona en que vivo sólo hay un especialista en ginecología y es un hombre. Conozco muchas mujeres que simplemente no acuden a sus revisiones por ese motivo, poniendo así en grave peligro su salud. Otras, en cambio no quieren arriesgar su salud, así que, como he dicho antes “descaradamente” piden un cambio de centro donde haya una ginecóloga para ser visitadas allí. Además lo dicen así de claro: “No quiero que me visite un hombre”. La persona encargada de hacer el cambio no pone ninguna pega y ni siquiera le parece mal. Por supuesto que todos tenemos derecho a cambiar de médico si no nos atiende bien el que tenemos, pero ¿por razones de género? ¿Eso no es denunciable? Yo creo que sí, pero nadie denuncia. Si estamos en la caja del supermercado esperando para pagar y un hombre se niega a ser atendido por la cajera por el hecho de ser mujer y pide que le atienda otro hombre, ¿qué pasaría? ¿Llamarían a un cajero para que le cobrara? Yo creo que no. Eso sería un claro ejemplo de discriminación de género y no se permitiría, sin embargo rechazar a un profesional que ha estudiado medicina, (una de las carreras más difíciles que  hay y que posteriormente ha estudiado un posgrado, con el esfuerzo y el tiempo que eso supone) por el simple hecho de ser hombre, no está considerado discriminación.

Igualdad - Imagen pública
Igualdad – Imagen pública

¿Cuántas mujeres contratarían a un hombre como canguro para sus hijos? Yo de momento no conozco a ninguna.  Un hombre está tan capacitado para cuidar a un bebé como lo está una mujer. De hecho, muchos hombres están cuidando a sus hijos mientras su mujer trabaja, o los cuidan los dos porque ambos trabajan fuera de casa y compaginan las dos actividades.

Podría poner muchos más ejemplos pero creo que todas y todos los conocemos de sobra.

Que las mujeres hayamos sido discriminadas todo este tiempo no justifica de ninguna manera que hagamos ahora lo mismo con los hombres. Luchar por nuestros derechos no significa intentar restar los de los demás. De este modo estaríamos haciendo lo mismo que denunciamos. No tiene ninguna lógica.

La igualdad no significa estar por encima de… Ni estar por debajo de…

La igualdad significa estar al lado.

Los trapos sucios

Trapos sucios - Imagen pública
Trapos sucios – Imagen pública

por María  Mañogil

Tengo un pequeño problema con las redes sociales, o tal vez debería decir que las redes sociales tienen un problema conmigo, o más bien, lo tienen algunas personas con las que interactúo a través de ellas.

No hace mucho que soy usuaria de este tipo de redes de comunicación (apenas un año y medio) y en este tiempo he visto un poco de todo, más o menos como en la “vida real”. Desde personas con las que he ido creando poco a poco un vínculo de cariño y confianza lo suficientemente fuerte como para hacerse merecedoras de poder llamarlas amigos(as) y a los que les contaría sin dudar mis secretos más íntimos, hasta personas que, acabadas de conocer, me envían mensajes privados con fotos suyas en ropa interior o ya directamente, ¿para qué perder el tiempo?, en pelotas.

Entre un extremo y otro hay miles de situaciones que podría relatar, pero no tengo ganas en este momento y tampoco me parece tan importante hacerlo. Mientras alguien no haga nada que esté fuera de la legalidad, involucrando, por ejemplo a menores y haya que ponerlo en conocimiento de las autoridades, o que resulte molesto o incómodo para otro (y si es así se le dice, que para eso tenemos la boca y en este caso los dedos), cualquier utilidad que se le dé a una red social me parece bien. ¿Acaso no vestimos como queremos, escuchamos la música que nos gusta y vemos los programas de televisión que nos apetece? Pues con las redes sociales pasa lo mismo; unos las usan para ligar, otros para conocer amigos, otros sólo para temas de trabajo y otros (como yo) vamos alternado algunas de esas cosas según lo que nos interese en cada momento, y en mi caso, dependiendo del estado de ánimo. Así, cuando estoy triste lo pongo en mi Facebook, cuando estoy enfadada también y cuando me siento feliz lo comparto tal y como acostumbro a hacer en mi entorno más cercano y fuera de las redes sociales.

Trapos sucios - Imagen pública
Trapos sucios – Imagen pública

Al contrario que otras personas (a las que respeto y, como he dicho antes, me parece bien lo que hagan) yo no tengo en las redes sociales una identidad y una personalidad distinta a la que tengo en mi vida. De hecho, el otro día me dediqué a revisar las infinitas publicaciones que he puesto en Facebook en los últimos meses y no me veo tan diferente a como soy de verdad; mi familia y las personas que me conocen en mi día a día tampoco han notado la diferencia. Realmente soy yo. Excepto algunos detalles que puse a modo de broma, como que me gradué en Hogwarts en la promoción de 1950 y algunas cosas por el estilo, todo lo demás es cierto. Mis pensamientos, mi inestabilidad en el estado de ánimo (variable en cuestión de minutos), mis temores, mis sueños… Todo eso es real y no he sentido en ningún momento la necesidad de fingir otra cosa.

Entiendo perfectamente que hay personas a las que no les gusta difundir ni hablar de temas personales, pero a mí no me importa. Por eso lo hago.

Y ahora viene el problema que, parece ser que estoy causando, y todavía no entiendo el porqué. Yo me dedico a poner canciones que me gustan, a compartir fotos que me hacen gracia o que me parecen interesantes, a difundir las columnas que escribo o que escriben  otras personas, a escribir frases que se me ocurren o que son de otras personas (en este último caso las pongo entre comillas y si lo conozco, añado el nombre de quien la dijo) y también a expresar sentimientos, relatar anécdotas mías, gastar bromas o todo lo que se me ocurra.

No me parece que esté haciendo nada mal. Entonces ¿dónde está el problema? Pues eso mismo me pregunto yo y he llegado a la conclusión de que yo no tengo ninguno, son otras personas las que lo tienen.

El otro día vi una foto que alguien compartió y que decía lo siguiente: “Los trapos sucios van aquí (y se podía ver un cesto de los que se utilizan para poner la ropa sucia) y no aquí (y salía el logotipo de Facebook)”. Bueno, no deja de ser una opinión y no se trata más que de una foto como cualquier otra, con la excepción de que la frase que ponía en la foto me la han dicho a mí innumerables veces, no con esas palabras, pero con otras muy parecidas, aunque mucho más sutiles.

Quiero aclarar que yo, los trapos sucios, en mi casa los pongo donde me da la gana, para eso es mi casa y son mis trapos, por lo tanto, y por el mismo motivo, los puedo ventilar en Facebook cuando quiera (que para eso es mi cuenta), siempre que sean los míos los que ventile y no los de los demás. A mí no me molesta nada de lo que pongan ni de lo que hablen los demás, ni mucho menos me siento identificada con nada, ya que entiendo que, quien quiera decirme algo, me lo dirá a mí personalmente y no mediante indirectas. Las indirectas se pueden pillar o no y, por experiencia propia lo digo, muchas veces se siente identificada con ellas la persona que menos tiene que ver con el tema, mientras que la persona a la que va dirigida, a veces ni siquiera ve la publicación.

Trapos sucios - Imagen pública
Trapos sucios – Imagen pública

Si estoy hablando de esto no es para mandar una indirecta a nadie, ya que a las personas que se dedican a aconsejarme día sí y otro también sobre lo que tengo o no que poner en mi muro de Facebook, ya les he dicho esto mismo en privado y a algunas de ellas, a la cara.

Si escribo hoy sobre este tema es porque me parece interesante y porque, al igual que yo, mucha gente debe estar sufriendo en estos momentos el acoso que supone escuchar una y otra vez la misma lección de moral que hay quienes se dedican a impartir gratuitamente. Cuando yo quiera que me den clases ya las pagaré y me aseguraré antes de que quien las imparta tenga  conocimientos demostrables para ejercer de profesor o de profesora en esa materia, porque para eso debería haber un título y que yo sepa, no lo hay.

A la persona que me enseñe qué es lo que se debe decir o lo que se debe callar en las redes sociales, la elegiré yo cuando lo crea conveniente y, por supuesto deberá demostrarme que está perfectamente cualificada para hacerlo y que sus trapos sucios están bien guardaditos en  un cesto herméticamente cerrado, porque, todo hay que decirlo: que los trapos sucios no se vean no quiere decir que no huelan.

Todos tenemos que aprender alguna vez

Escritura - Imagen pública
Escritura – Imagen pública

por María Mañogil

Hace unos meses leí una columna (iba a decir una vez, pero mentiría, ya que la leí varias veces porque me encantó) de una amiga y muy buena columnista de esta misma revista, en la que hablaba sobre los recuerdos y hacía mención a una película que trataba sobre ese tema. Yo descargué la película y la vi, y en estos momentos, mientras escribo, estoy escuchando una canción que pertenece a su banda sonora y que ¿para qué voy a ocultarlo? me hace llorar.

Hay pocas cosas que no me hagan llorar y la letra de esta canción, compuesta únicamente por cuatro frases que, junto con la música son todo cuanto necesita para darle sentido, no podía ser menos. Al fin y al cabo, cada frase que escucho no es más que un fragmento de lo que estoy sintiendo y de lo que me gustaría decirles a muchas personas, algunas de ellas muy cercanas y que forman o han formado parte de mi vida, sólo que a mí me gustaría hacerlo con mis propias palabras y sobre todo en mi idioma. Y eso es todo lo que voy a intentar, con la esperanza de que, al menos, les llegue una pequeña parte de lo que pienso y si lo consigo, sólo con eso ya me daré por satisfecha. Lo demás, lo que se me escape al escribir o lo que no llegue a ser un mensaje claro, siempre se quedará en el mismo lugar de donde salió; de alguna forma, al escribir, aunque no se exprese todo, siempre queda algo de lo no expresado entre palabra y palabra.

Desde hace bastante tiempo llevo queriendo escribir esto, pero nunca me había decidido a hacerlo y no encuentro ninguna razón que explique el porqué no lo he hecho antes. Quizás no tenía ni idea de como empezar y es que es un tema que me afecta, que me duele y que me me emociona tanto, que no sé si seré capaz de encontrar las palabras exactas que quiero decir. Nunca me había pasado antes, ya que siempre he escrito sobre cualquier cosa que se me ha ocurrido, me afectara en mayor o menor medida, y aunque a veces me he liado, llegando a desviarme del tema sobre el que había empezado a escribir y he acabado escribiendo sobre otro, al final siempre he conseguido volver al punto donde me perdí. Esta vez es diferente porque ya estoy perdida antes de empezar.

Podría contar una historia y todo sería más fácil, pero ninguna historia encajaría aquí, ni mucho menos englobaría a un grupo de personas que son por y para las que estoy escribiendo.

Esto no es un regalo para ellas ni tampoco un homenaje. Ojalá pudiera hacer que lo fuera.

Cuando somos jóvenes los años pasan muy despacio. Recuerdo que cuando era niña lo que más deseaba era hacerme mayor. Los días me parecían muy largos, no veía el momento en que empezaran las vacaciones de verano para no tener que ir al colegio. En la adolescencia se me hacía eterna la semana esperando que llegara el sábado para ir a la discoteca con mis amigos. Anhelaba el día en que cumpliera mi mayoría de edad, pensando como la idiota que era, que ese día sería especial, que de repente todo iba a cambiar para mí, como si el breve instante en que pasas de tener 17 a 18 años fuese igual que contemplar el sol a través de unas gafas de esas que venden o regalan en los periódicos para proteger las retinas cuando hay un eclipse. Como ver una estrella fugaz y pedir un deseo, esa es la sensación más parecida a cumplir la mayoría de edad. De repente ya eres mayor y haces una fiesta espectacular para celebrarlo y a la mañana siguiente te das cuenta de que eres la misma persona que ayer, que nada ha cambiado.

 Nada cambia de la noche a la mañana, o al menos no nos damos cuenta mientras sabemos o creemos que tenemos toda la vida por delante y que siempre vamos a estar bien.

Nebraska - Fotograma
Nebraska – Fotograma

Sólo somos conscientes del paso del tiempo cuando vemos un gran cambio y ese cambio se suele dar cuando empezamos a sentirnos demasiado mayores para hacer ciertas cosas que antes podíamos hacer sin ningún problema y como parte de nuestra rutina y que en un momento dado, hacerlas se convierte en un gran esfuerzo. También puede pasar antes, cuando tenemos alguna enfermedad que nos impide, aún siendo jóvenes, llevar una vida normal y con “normal” me refiero a la vida que estábamos acostumbrados a llevar antes de enfermar.

A nuestros padres, a nuestros abuelos, a nuestros ancianos, los hemos visto crecer junto a nosotros o, mejor dicho, no los hemos visto crecer, sino que crecíamos mientras a ellos los veíamos siempre igual, trabajando, cuidándonos, acompañándonos, ayudándonos a hacer nuestros deberes… Y creemos, o queremos creer que siempre va a ser así hasta que un día nos damos cuenta de que ya no lo es.

Cuando hablo de enfermedades no me estoy refiriendo a una gripe, creo que es evidente que estoy hablando de enfermedades degenerativas, como pueden ser, entre otras, la enfermedad de parkinson, la osteoporosis o el alzheimer. Son las que más conozco porque son las que me ha tocado ver de cerca. Al igual que el cáncer, no son enfermedades que única y  exclusivamente padezcan las personas ancianas, también hay personas jóvenes que las sufren.

Lo más triste de todo no es la enfermedad en sí, aunque supongo que es muy fácil y muy egoísta por mi parte decir esto cuando no soy yo quien está enferma. Lo que me causa más impotencia es lo que veo cada día a mi alrededor y que me trasmiten las personas que sí padecen estas enfermedades y que son personas a las que quiero, a las que quieren las personas que quiero y otras que, aún sin conocerlas, también están cerca de las personas que me han cuidado,que me han visto crecer, que me han querido y que me quieren y que, por lo tanto, son importantes para mí.

Lo que me causa más dolor, aunque a veces no sea capaz de demostrarlo, es sentir lo que sienten estas personas y saber que, aún sin ser cierto, ellas puedan llegar a creer que, debido a sus limitaciones ya no son útiles para los demás, incluso algunas llegan a pensar
que son una molestia.

He de decir que cada persona que conozco que ahora ve como su vida está limitada a causa  de una enfermedad como las que he nombrado, han sido y siguen siendo personas luchadoras, valientes y que han aportado mucho a su familia, a sus seres queridos y a la sociedad. Me da mucha pena no tener la capacidad de demostrarles que siguen aportando no lo mismo, sino más.

Ojalá se pudieran ver a si mismas a través de mis ojos. Yo les enseñaría la falta que me hacen y cuanto me han ayudado, pero sé que hacer eso nunca va a estar en mi mano y por eso prefiero escribirlo. Al menos al leer es más fácil aprender lo que un día se desaprendió o lo que una enfermedad hizo olvidar: que siempre habrá alguien en el mundo que nos necesite.

Siempre nos empeñamos en olvidar nuestro pasado, como si los recuerdos, tanto los malos como los buenos, pudieran dañarnos, unos por ser demasiado feos y los otros por envolvernos en la nostalgia de tiempos mejores y lo hacemos porque pensamos que es pasado nos impide avanzar, cuando la realidad es bien distinta.

El pasado no debería hacernos daño, es la base que tenemos para poder construir nuevos recuerdos. Nuestro pasado, nos guste o no, es parte de nosotros y eliminarlo sería igual que romper un trozo de nuestra vida. Algunas personas se empeñan en querer hacerlo.

Y mientras unos intentan borrar su pasado, otros luchan por recordarlo. Y eso es muy triste tanto para ellos como para quienes tienen a su lado, seres con los que han compartido su vida, sus sueños… y de los que un día no recordarán ni su rostro ni su nombre.

También intentamos correr, no sé para qué. Para llegar antes ¿a dónde?. Corremos para todo, para ir al trabajo, para hacer la compra…siempre tenemos prisa y el hecho de tener que esperar nos irrita y nos molesta tanto que hemos llegado al extremo de perder la paciencia incluso cuando vamos caminando detrás de una persona anciana que no lleva el mismo paso que nosotros. Hemos convertido nuestra vida en una carrera, compitiendo los unos con los otros para ver quien llega antes y sorteando los obstáculos aunque para ello tengamos que empujar o pisar a quien tenemos al lado. Mientras corremos por llegar los primeros, nos perdemos todo lo que hay en el camino y en el camino hay personas que van muy despacio porque para ellas caminar se ha convertido en un reto diario, igual que levantarse todas las mañanas, sostenerse en pie sin ayuda, comer, hablar e incluso respirar.

Mientras nosotros corremos y nos quejamos por la falta de tiempo que nos agobia y convierte cada uno de nuestros días en una carrera contra reloj, otros utilizan su tiempo (para algunos escaso) en hacer su vida lo menos complicada posible, en intentar sufrir menos, en aliviar los síntomas de su dolencia de la manera más eficaz y sobre todo, en luchar por dar un paso hacia adelante cada día y que ese paso no se convierta al día siguiente en uno hacia atrás.

Mientras nosotros nos torturamos con el problema que tuvimos el mes pasado y nos esforzamos en olvidar lo que nos duele (como si olvidar fuese tan fácil como tapar con corrector un borrón sobre un papel), otros intentan recordar lo que comieron ayer, a modo de ejercicio para no olvidar más adelante toda su vida, a sus seres queridos y hasta su propio nombre.

Yo no quiero olvidar nada de lo que he hecho ni de lo que he vivido. Tampoco quiero ir corriendo a ninguna parte porque no tengo prisa por llegar. Quiero pasar el mayor tiempo posible con quienes caminan a mi lado y si ellos no pueden correr ¿por qué he de hacerlo yo?

Caminaré despacito para no perderme nada de lo que me aportan esos que creen que ya no les queda nada por aportar. Quiero aprender todo cuanto tienen que enseñarme, porque, como dice la canción que estoy escuchando: Todos tenemos que aprender alguna vez.

Cuando estoy cerca de alguien que siente que ya ha hecho todo cuanto tenía que hacer en su vida, le diría que me hablara, que yo no voy a estar ahí escuchándole para que se sienta mejor, sino porque soy yo quien necesita escucharle para poder aprender a ser mejor persona.

Ahora que estoy acabando de escribir, escucho con más atención la canción en inglés que  no ha dejado de sonar en todo este tiempo, la misma que me hace llorar y cuya música ha sido el único sonido que me ha acompañado durante horas, mientras pensaba, escribía y corregía una y otra vez.

Ahora por fin escucho la voz del cantante y entiendo más o menos esto: “Cambia tu corazón, mira a tu alrededor… te sorprenderás”, “necesito tu amor como a la luz del sol”, “todos tenemos que aprender alguna vez”.

Es todo cuanto dice la canción, pero sinceramente, no creo que necesite decir nada más…Yo tampoco.

Para quien la quiera escuchar: 

¿Y Si…?

MUJER CHATEANDO-IMAGEN PÚBLICA
MUJER CHATEANDO-IMAGEN PÚBLICA

Por María Mañogil

Ayer estuve hablando con una amiga a través de una red social, ya que no vivimos en la misma ciudad y la única forma que tenemos para comunicarnos es ésta. Compartimos experiencias, ideas, pensamientos…y también le pedí su opinión sobre un tema. En varias ocasiones, durante la conversación, me preguntó si la entendía y si se explicaba bien.

Esa es una buena pregunta cuando se habla a través de una pantalla de ordenador. Las palabras no suenan igual precisamente porque no se oyen, tan sólo se ven escritas y eso puede dar lugar a interpretaciones distintas al mensaje que se desea transmitir a través de ellas.

Éste es el problema que surge siempre cuando utilizamos el lenguaje escrito, y no me refiero a cuando leemos un libro, ahí todo es más fácil; el escritor se encarga de adornar su escritura con diversos detalles que nos ayudan a situarnos en el lugar, la época y las circunstancias de la historia que quiere contar. Eso no pasa con los mensajes de texto, ya sean a través de whatsapp o de cualquier otro medio y es que en ellos no utilizamos más que una serie de símbolos o frases cortas, que casualmente suelen ser siempre las mismas en todas las conversaciones, haciendo de nuestro lenguaje un lenguaje frío, impersonal y que más se asemeja a un telegrama que a una conversación en toda regla.

Con el teléfono pasa algo parecido. Escuchamos la voz de la otra persona unas milésimas de segundo después de que haya hablado, un espacio de tiempo imperceptible y que ayuda a alimentar el engaño de la “comunicación sin caras”. La comunicación entre dos personas, la auténtica, no se basa sólo en palabras, también en gestos.

Es verdad que las personas invidentes no disponen del sentido para detectar estos gestos, pero sí poseen otros, más desarrollados que los nuestros, que les hace poder entender, no sólo escuchar. Porque escuchar sin entender no es comunicarse y para poder entender a alguien es necesario saber ver más allá de las palabras que salen de su boca. Mirarse a los ojos, tocarse las manos o cualquier otro gesto que tenga lugar entre dos personas que estén conversando tendrá siempre más significado que todas las palabras que sean capaces de decirse durante el tiempo que dure la conversación. Las palabras engañan, los gestos no. Las palabras se pueden entender mal; un abrazo, una lágrima o una sonrisa en un momento determinado, es capaz de cambiar todo el sentido de una frase pronunciada, desde donde las palabras no son más que el medio para explicar un sentimiento y los sentimientos no siempre son explicables.

Todos estamos hechos de emociones y cada uno de nuestros instantes está guiado por una emoción. Intentar ponerle nombre a esa emoción es algo realmente peligroso porque nadie puede sentirla más que nosotros mismos e intentar explicarla a otros supone aceptar que corremos el riesgo de no ser entendidos. Si lo hacemos a través de un teléfono o (peor aún) a través de un mensaje de texto, nuestras emociones se pueden perder en el trayecto y a la  persona que nos escucha, no le llegarán más que palabras. Palabras que pueden ser ciertas o no.

Si pudiéramos siempre verles la cara a los demás o tocarles o escuchar con precisión el tono de su voz en cada momento cuando nos están hablando, sería mucho más fácil no equivocarnos al interpretar lo que nos dicen.

MUJER FRENTE A COMPUTADORA-IMAGEN PÚBLICA
MUJER FRENTE A COMPUTADORA-IMAGEN PÚBLICA

Cuando hablamos no estamos conversando. Podemos hablar solos o soltar una palabra como “joder” en un momento de enfado o de sorpresa y no dejará de ser nada más que una expresión, sin embargo, conversar significa mucho más que darle a la lengua y en ello están implicados todos nuestros sentidos, incluso los que no conocemos.

Si pudiéramos escucharnos a nosotros mismos tal y como nos escuchan los demás, nos daríamos cuenta que más de la mitad de lo que decimos no es lo que sentimos en realidad, que la mayoría de palabras que utilizamos sobran y que nos faltan otras que todavía no se han inventado.

Si pudiéramos vernos como nos ve la persona que nos escucha, comprenderíamos el motivo de muchos enfados y podríamos evitar el inicio de muchas discusiones innecesarias. Escuchar o leer lo que nos dice otro no nos asegura que lo estemos entendiendo porque quizás lo que leemos o escuchamos no corresponde a la emoción que quiere mostrar  (u ocultar). Cuando hablamos cara a cara con alguien es más difícil equivocarnos. Mirar a los ojos de la persona con la que conversamos no sólo es un gesto de “buena educación “que demuestra interés, también es una buena manera de decirle que no le vamos a engañar y que puede confiar en nosotros. Es por eso que nunca me ha gustado conversar con alguien mientras oculta su mirada tras unas gafas de sol (a menos que en verdad tenga el sol en frente y le deslumbre), ya que pienso que se está escondiendo o protegiéndose de mí.

Muchas discusiones empiezan en la sombra y mucho más en estos tiempos en los que la tecnología se ha convertido en parte de nuestras vidas. No nos queda más remedio cuando se trata de personas que viven lejos, pero ¿y las que tenemos cerca?, ¿y si en vez de discutir con ellas por teléfono o por whatsapp nos acercáramos hasta su casa y habláramos con ellas de frente, expresando con claridad todo lo que sentimos y explicando el motivo de nuestro enfado mirándoles a los ojos? Estoy segura de que la mayoría de las veces que hiciéramos eso evitaríamos discutir y, en caso de hacerlo, la discusión sería real y nos alejaríamos de esas personas con la certeza de que hemos dicho y oído todo cuanto debíamos sin escondernos.

ROMPIENDO LA COMPUTADORA-IMAGEN PÚBLICA
ROMPIENDO LA COMPUTADORA-IMAGEN PÚBLICA

Tampoco se trata de ir a buscar a alguien para iniciar una pelea, física o verbal (eso sólo lo hacen los idiotas) y en este caso sí sería mejor hablar por teléfono para evitar conflictos, pero dos personas con la madurez suficiente para comunicarse deberían ser capaces de hacerlo de una manera natural, ¿y qué hay más natural que hablar cara a cara? 

Nos hemos acostumbrado a contarle nuestros cosas más íntimas a un ordenador, a expresar lo que sentimos moviendo los dedos sobre un teclado y nos hemos olvidado un poco de lo que es el contacto visual, el olor, el tacto  y todas esas sensaciones que tenemos al estar cerca de los demás y que nos producen placer, como puede ser una sonrisa, una caricia o un beso.

¿Cuántas veces el gesto de una persona nos ha hecho darnos cuenta de lo equivocados que estábamos con respecto a ella?, ¿a alguien no le ha pasado esto alguna vez?, ¿y si la persona que nos está levantando la voz y que nos empieza a caer mal sin conocerla está a la vez sonriendo y resulta que esa es su manera de hablar? Si no pudiéramos ver esa sonrisa en su rostro pensaríamos que está enfadada con nosotros y quizás no lo esté. Las apariencias engañan y más cuando no queremos ver más que lo que miramos.

Más allá del horizonte que contemplamos a lo lejos hay más mundo; las personas también tienen un horizonte y más allá de él hay más sentimientos, además de los que muestran. Sólo hay que querer verlos.

Si antes de juzgar a alguien por algo que nos ha dicho, analizáramos la situación (su situación) y nos pusiéramos por un momento en su lugar, descubriríamos que no es tan diferente a nosotros y que su manera de actuar no es tan distinta a la nuestra en circunstancias similares. Pero no lo hacemos y eso nos lleva a enfadarnos con los demás, cuando en realidad con quien deberíamos enfadarnos es con nosotros mismos.

El rencor también es otro de los atenuantes que hacen que las relaciones entre las personas  se rompan. La falta de capacidad para perdonar los errores (o lo que nosotros creemos que son errores) de los demás, nos convierte en jueces y verdugos y nos obliga a estancarnos en el pasado, de tal forma que, a veces ni siquiera somos capaces de recordar el motivo por el que empezamos a sentir ese rencor. En la mayoría de casos no será un motivo tan grave como el sufrimiento que causamos y nos causamos al no saber perdonar.

El rencor sólo sirve para alimentar a un monstruo invisible que sólo vive en nuestro interior. Deberíamos tener más memoria cuando se trata de recordar lo bueno que hacen los demás por nosotros, pero por desgracia, esto último lo olvidamos rápido.

¿Cuántas personas habrán pasado por nuestra vida sin dejar rastro porque la primera impresión que tuvimos de ellas no fue la mejor?, ¿y si esas personas tenían mucho que ofrecernos y no les dimos la oportunidad de hacerlo?, ¿y si en el momento en que las conocimos tenían algún problema y no pudimos ver cómo eran en su interior?, ¿y si las personas de las que ahora desconfiamos son las que más se preocupan por nosotros?

CHARLA DE CAFÉ-IMAGEN PÚBLICA
CHARLA DE CAFÉ-IMAGEN PÚBLICA

Yo he aprendido hace poco a hacerme esta pregunta: ¿y si? Hace unos meses me  limitaba a ver lo que mis ojos me enseñaban y a creer en lo que me decían como si el sentido de la vista y el del oído fueran los únicos que poseo, hasta que descubrí que lo que de verdad debo creer es lo que me dicen todos los sentidos a la vez, incluido ese sentido que todos tenemos y que nos hace sentir cosas que nadie es capaz de percibir.

Ahora, cada vez que siento que alguien me ha defraudado o que no está haciendo lo correcto, me hago esa pregunta y siempre encuentro mil respuestas a ella. Es imposible adivinar lo que otros piensan mediante suposiciones, pero tampoco es necesario hacerlo. Se puede imaginar y todo lo que se imagina se puede soñar y todo lo que se sueña puede ser real. Igual de real que una mirada, una sonrisa o un beso.

Cuando algo se siente hay que expresarlo, pero no necesariamente tiene que ser expresado en palabras, ya que las palabras no lo dicen todo. La mejor manera de hacerlo es dejar que todo fluya, sin forzarlo, pero también sin ocultarlo.

Deberíamos empezar a romper las barreras que nos apartan de los demás y eso sólo lo podemos hacer eliminando las palabras que sobran y mirándonos a los ojos. Hablando menos y escuchando más, pero no con los oídos, sino con el corazón. Al fin y al cabo los sentimientos nos salen de algún rincón que desconocemos y todos tenemos rincones sin explorar. Dejemos que los exploren y olvidemos las tonterías y los prejuicios, que esos no nos van a dar la felicidad y la próxima vez que dudemos de alguien, que nos enfademos con alguien o que queramos decirle algo a alguien, si la distancia nos lo permite, que no sea a través de un  ordenador ni de un teléfono, que los cables y el wi-fi no son  buenos consejeros para el amor y la amistad y, aunque es cierto que muchas relaciones nacen de esa manera, también están expuestas a morir del mismo modo.