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Comida y calle eran sus palabras favoritas

Por María Mañogil

Yo tenía un perro. Estaba conmigo desde chiquitito y dos meses antes de su quinto cumpleaños lo llevé al veterinario para que le practicaran la eutanasia.  Esa tarde de marzo entré allí con él minutos después de haberle dado tres pastelitos de chocolate, que devoró como si nunca me hubiese robado ninguno en casa, mientras estaba despistada.Entró muy feliz en la consulta, como siempre, saltando y saludando a los médicos, a los que conocía desde la primera vez que lo llevé en brazos a ponerle su primera vacuna. Le tomaron mucho cariño, era imposible no hacerlo. Mi perro era todo un personaje, tremendo… Era un amor y no me sorprende, porque la familia de donde procedía también lo es. No conozco a nadie que haya dejado tantas huellas a su paso como él, y no lo digo por todas las cosas que destrozó.

No sé si a todas las madres les pasará lo mismo, pero cuando nació mi primer hijo, uno de los primeros sentimientos nuevos que tuve, fue el de querer protegerlo hasta tal punto que cambiaría su sufrimiento por el mío, aunque para eso tuviese que renunciar a él. No imaginé ese día que, años más tarde, estuviese en la consulta de un veterinario, despidiéndome de un ser peludo que, sin ser mi hijo biológico, llevaba mis apellidos en su pasaporte.

La decisión de tener un perro es la misma que la de tener un hijo, aunque algunas personas no lo vean así. No compras ni vas a buscar a un animal; lo adoptas. Eso implica hacerte responsable no sólo de su alimentación y cuidado, también de cualquier decisión que le afecte en todo momento y durante toda su vida. Y las decisiones más difíciles no se toman a partir de los sentimientos; se toman “a pesar” de ellos.

Podría dedicar todo el tiempo que estoy escribiendo en hablar de la enfermedad de mi perro, pero sería muy triste. O convertir este texto en un relato precioso sobre él, contando cada recuerdo que guardo como un tesoro, cada anécdota divertida… Podría decir que era un buen perro, un poco trasto. Podría explicar que no era un perro guardián, que a cualquier desconocido le prestaba sus juguetes, que le encantaba nadar en la playa y que al escuchar la palabra “ducha” corría por toda la casa y se metía en la bañera, aunque la ducha no fuese para él.

Que “comida” y “calle” eran sus palabras favoritas y que tenía complejo de gato a pesar de que su tamaño era tres veces mayor que el de un gato (supongo que ese complejo se generó a causa del cariño que sentía por sus hermanos felinos), aunque eso sólo suponía un problema cuando intentaba caminar por el respaldo de los sofás, algo un poco complicado para un cuerpo de 30 kilos.

También podría hablar de su sensibilidad y su empatía con los demás, algo tan exagerado que lo podían percibir incluso las personas que no lo conocían. Mi perro era capaz de contagiarse de alegría o de tristeza, simultáneamente, dependiendo del estado de ánimo de la persona con la que se relacionara a cada instante. Si tuviese que hablar de él en este texto, debería decir que los momentos más felices y los más tristes de los últimos cinco años los pasé a su lado: las nocheviejas, los cumpleaños, las reuniones familiares y las excursiones a la montaña. Y también las desilusiones y las historias que me marcaron para mal.

No hay un sólo recuerdo que no evoque, en primer plano, su imagen. Si tuviese que dibujar, cuadro a cuadro, esos cinco años de mi vida, él formaría parte, sin duda, de todos los paisajes.

Mi perro no sólo era un perro, era especialmente el mío. Un día lo llevé al veterinario en vacaciones y el médico que substituía al suyo, a pesar de que leyó su nombre en el ordenador, se dirigió a él como “el perro”: -¡Que entre el perro! Yo respondí: -No es un perro, es mi perro y se llama Pancho. Yo nunca he escuchado a un médico llamar persona a una persona: -¡Que entre esa persona a mi consulta!

Ni perro no era un perro, era una bola de pelo de color crema con una nariz enorme y unos ojos pequeños y expresivos. Pero como digo, no es de él de quien quiero hablar.

Yo quería hablar de lo que llamamos amor, eso por lo que parece que vivimos todos y cuya búsqueda se ha convertido en una prioridad para muchos, además de en la desesperación de otros al no encontrarlo o al fracasar mil veces en el intento. Eso que es el tema principal de la mayoría de canciones que escuchamos, de las películas que vemos y de todo cuanto nos rodea. Lo que se supone que nos hace las mejores personas al encontrarlo y también las más desgraciadas cuando lo perdemos. Si el amor sólo fuese eso, sería más peligroso que el odio.

Mi concepto de amor no pasa por las fases del flechazo, de la aceptación, del cariño, de la desilusión y de la ruptura porque yo no creo en ese tipo de amor efímero, que te llena un día y te vacía al siguiente. Mi teoría sobre el amor eterno, que se busca y que se encuentra, es que es una solemne tontería, igual que podría serlo para alguien el intentar escribir sobre amor y empezar el texto hablando de un perro.

Yo no sé si lo que sentía mi perro era amor. No sé hasta que punto los sentimientos de los animales puedan ser similares a los nuestros, pero sé que cuando yo llegaba a casa después de haberme ausentado cinco minutos, él saltaba sobre mí como si hubiésemos estado años sin vernos. Sé, también, que me enseñó algo que yo no fui capaz nunca de enseñar a nadie, a confiar. Él confiaba en mí y estoy segura de que sabía que todo cuanto yo hiciera no era por fastidiarlo, como dejarlo sin comer cuando estaba malito del estómago por haberse tragado alguna piedra o cuando lo reñía después de haberse comido parte de un teléfono móvil o haber roto la pared del pasillo, seis pares de chanclas y cinco peluches.

No me guardó nunca ningún rencor por ello, ni yo a él cuando se comió la montura de mis gafas. Al menos pude rescatar los cristales y no tuve que salir corriendo al veterinario de guardia por una perforación de estómago.

Cuando empecé a relajarme y a confiar en él, él dejó de romper y de comer objetos. Así aprendí que hasta que no confías en alguien no puedes ver como se comporta y no al revés, que es lo que piensa todo el mundo. Esperar resultados para poder confiar es un error. Para ver los resultados hay que confiar primero, ya que la confianza no se gana, se entrega. Y ese acto debe ser mutuo, de lo contrario no sirve de nada.

El amor entre las personas fracasa muchas veces por eso. Creemos que la confianza se rompe cuando ni siquiera ha empezado a existir. El amor no necesita de ninguna demostración porque no es ninguna prueba. Es un sentimiento y los sentimientos no necesitan probarse, se sienten y se confía en que la otra persona siente lo mismo. Para mí, esa es la única forma de amar y no otra. Todo lo demás que se parezca, debe ser otra cosa, pero no amor. Intentar retener a alguien a tu lado el mayor tiempo posible, aunque eso suponga alargar su sufrimiento antes de un desenlace inevitable, no es amor, es puro egoísmo. Es como desear que los hijos no se independicen nunca para no sentirse solo.

Yo ya sabía a la soledad que me enfrentaba antes de entrar esa tarde de marzo en la consulta del veterinario para firmar el documento que sentenciaba a muerte a mi perro. Y lo supe mientras, con una caricia y un beso sobre su nariz, me fui despidiendo de él hasta que se quedó dormido para siempre.

Y lo supe más aún cuando entendí que iba a salir de allí sin él y que a mi vuelta a casa pasaría por el parque donde juegan y corren los perros y que recordaría a Pancho en el mismo parque revolcándose en las charcos los días de invierno y dejando que me abrazara aunque me llenara de barro, con esa ternura con la que sólo sabía abrazarme él.

No volver a sentir un abrazo suyo no sería sólo la más grande prueba de amor que le pude dar. En el caso de que el amor se pudiera probar, sería la única.