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por José Luis Dávila
Murió joven el padre de un amigo cercano que se me ha vuelto lejano en tiempos recientes por razones que desconozco. Cuando digo “murió joven”, no quiero decir que murió con poca edad (porque tengo entendido que ya rozaba el medio siglo), más bien lo que expreso es que murió como no se quiere morir: sin ver el futuro de sus hijos, demasiado joven para ello.
Cuando asistí al funeral entero, desde el velorio hasta el descenso a la fosa que hoy lo alberga, el silencio no purificó absolutamente nada. Por el contrario, fueron quienes más lloraron los que se sintieron en paz con la partida. Digo esto porque yo callé, igual que los demás amigos que éramos como hermanos y poco a poco nos fuimos disolviendo. Quizá fue nuestro silencio la forma de agradecerle a la muerte que nos haya vuelto a unir, y dejamos que se apoderara del terreno en que estábamos parados para hacer su hogar un momento, mientras todos trataban de erradicarla con pésames cliché y palabras de aliento vagas. Lo terrible de la muerte, dice la hija de Kurt Wallander en La Quinta Mujer, es que dura demasiado, y creo que tiene razón, porque cuando hemos pasado todo el tiempo en contacto con otros, siempre emitiendo sonidos, mantenerse callados es bastante difícil.
Sin embargo, no sé mis amigos de ese entonces pero yo siempre he callado cada vez que hay una muerte, porque la muerte es eso, un silencio que debe ser respetado precisamente por ser el último de los silencios. Un silencio que nos toma de la mano a cada uno en nuestro momento, llevándonos fuera de todo, reintegrándonos al grito ahogado que somos desde que nacemos.
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Por eso no sé qué decir cuando alguien muere. Las palabras sobran. De hecho, todo sobra. Sobra la carne que son los que se quedan y sobra la carne que se va. Los lamentos rompen el aire cuando se anuncia el deceso. El llanto explota en cada lágrima que toca el fin de la mejilla por la que resbala, igual que estalla algo en el interior de quien se duele. Pero todo ese ruido está para encubrir la solemnidad de las cosas ya que realmente no sabemos hablar la muerte, sólo la fabulamos.
El silencio, repito, no purifica nada. El sonido sí. Aunque, ¿de verdad hay necesidad de purificar algo? La purificación ante la muerte del otro conduce generalmente al olvido. Cuando uno libera todo lo que el duelo conlleva, queda el vacío, una especie de orfandad por la persona que ha fallecido. Nos liberamos, nos purificamos, para avanzar, para ir hacia adelante cargando nada más que la ligereza de los fantasmas que es aquél que está en la tumba, fantasmas que no pueden tocarnos cuando los necesitemos.
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Al contrario, el silencio llena el corazón con la nada, una nada que está atestada de presencia. Creo que la nada y el vacío no son lo mismo; mientras la nada integra una experiencia en la que la soledad propia cobija y se mantiene en contacto con la soledad del mundo, el vacío sólo sirve para permanecer a la deriva, errabundo y sin ataduras que provoquen pulsión alguna. En la nada se es, en el vacío se está.
En este sentido, el silencio siempre tiene ausente a la ausencia. Tal vez sea que haya que aprender un poco más del lenguaje y desandar el camino de la lengua para comprender cómo es que ese que parte realmente permanece en el silencio que rodea a todo el acto funerario. Y una parte de ese silencio, cuando lo sabemos apreciar, se funde con nosotros, dejando presencias que no se olvidan nunca en vez de fantasmas que se difuminan en el aire como el humo de un cigarrillo al salir de la boca de un hombre que espera, solo, sentado en una banca, a que llegue alguien que lo saque de sí para mostrarle otra perspectiva de las mismas cosas que siempre lo han rodeado, para mostrarle la solemnidad de cosas así, cosas como la importancia del silencio ante la vastedad de la muerte a modo de diálogo entre él y todo aquello que lo habita.