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El día en que moriré

La muerte
La muerte

Por María Mañogil

El día en que yo muera, no quiero ningún funeral. Sé que no sirve de nada decir esto porque mi familia hará lo que le venga en gana. Y lo entiendo.

Si digo esto es porque, además de que no me gustan las iglesias y mucho menos que alguien tenga que meter dinero en un sobre para dárselo a un cura a cambio de que diga unas bonitas palabras dedicadas a mí, cuando ni siquiera me conoce, no me gustaría que personas a las que les caigo como una patada en el culo y que me desean lo peor, se acerquen a mi familia y a las personas que me quieren a decirles lo mucho que sienten mi pérdida.

Me parece un gesto muy hipócrita. De todas formas, cuando eso pase, no creo que me entere y por lo tanto, hagan lo que hagan, me da exactamente igual.

No es algo que me preocupe demasiado. Creo, no lo aseguro, que todos los que estamos en este mundo lo estamos por puro azar. No creo en el destino porque no me interesa creer en él; hacerlo me limitaría a conformarme y no soy conformista ni creo que lo sea nunca. Me gusta decidir y no responsabilizar de mis decisiones a nada ni a nadie (aunque a veces lo he hecho como todo bicho viviente).

Como siempre he dicho, todos creemos en lo que nos interesa creer y en lo que nos hace sentir mejor. A mí me hace sentir bien pensar que tengo elección propia y que mi vida no depende de la estrella que brillaba con mayor intensidad en el momento en que yo nací.

A veces quisiera creer lo contrario, pero siempre hay algo dentro de mí que me lo impide.

Aunque reconozco que sería muy bonito creer que el destino me tiene reservado algo bueno y que haga lo que haga recibiré ese premio algún día, no es eso lo que creo que vaya a pasar en mi vida.

Cuando hablo de vida hablo también de muerte. Eso que asusta tanto y que, sin embargo, forma parte del mismo proceso en el cual se nace.

En nuestra sociedad, se bromea con casi todo, menos con la muerte. Y quien lo hace se gana el título de “retorcido”.

Yo tengo por costumbre hacerlo y no parece que siente muy bien ese tipo de bromas. Por ejemplo, cuando voy a viajar en avión, suelo decir a quien me acompaña al aeropuerto o a quien me llama por teléfono para desearme un feliz viaje: “si se estrella el avión y quedo carbonizada no os esforcéis mucho en reconocer mi cadáver. Enterrad uno cualquiera que se parezca a mí y ya está”.

Por supuesto que esa broma resulta algo macabra si tenemos en cuenta que en el mismo avión que yo viajan cientos de personas más.

¿De verdad alguien cree que porque yo diga eso se va a estrellar el avión?, ¿o que yo deseo que se estrelle? Si eso sucediese después de que yo lo dijera, sería una casualidad como muchas otras.

La muerte
La muerte

LA TRANSFORMACIÓN DE LOS MUERTOS

La muerte siempre se ha considerado un tema tabú en muchas culturas y no sólo porque desconocemos todo sobre ella, exceptuando la parte que corresponde a las diferentes creencias religiosas; también porque se supone el fin de la vida en algunos casos y en otros todo lo contrario: el principio de otra también desconocida.

El miedo y el respeto hacia un mismo concepto lo convierte en algo intocable. Todos tenemos miedo a perder a nuestros seres queridos y algunos a su propia muerte, pero, con miedo o sin él, no nos vamos a librar de pasar por eso. Vivir con miedo no lo evitará; tampoco evadir el tema va a hacer que sigamos vivos eternamente.

La muerte es una transformación para todos los que la viven de cerca. Familiares y amigos del fallecido, por el dolor. Pero la mayor transformación la sufre quien se muere, no sólo en el sentido físico.

Cuando alguien muere se transforma, a ojos de los demás, en la persona más buena y merecedora de respeto del mundo, aunque en vida haya sido un ser despreciable.

Así que la muerte, sea como sea, no es tan mala. También tiene sus ventajas.

La primera es esta precisamente: convierte al peor monstruo en un santo, al menos mientras dura el entierro o la incineración, el funeral y los típicos rituales.

Yo nunca he visto una esquela en la que se pueda leer: “Rogad por el alma de un fulanito, que fue hijo de puta y nos jodió a todos los que pudo mientras duró su vida”.

Otra ventaja es que te envían muchas flores, aunque no puedas olerlas o fueses alérgico al polen. Incluso cuando en vida no te hayan regalado ni una simple sonrisa, después de muerto siempre habrá quien te llore (quizás alguien que no llegó ni a conocerte y que está escuchando la misa mientras se celebra tu funeral).

También hay otra ventaja que me parece muy importante y es que muchas personas desean su muerte y la esperan con impaciencia. No voy a nombrar los motivos que puedan llevar a eso, pero todos sabemos de sobra que puede haberlos y sabemos cuáles pueden ser.

Todo lo que aquí escribo puede resultar macabro e irrespetuoso para mucha gente que lo esté leyendo, pero como he dicho siempre, esto no es más que mi opinión personal y por supuesto que no estoy induciendo al suicidio a nadie. Tampoco estoy pensando en suicidarme yo; si así fuera no lo escribiría aquí porque no me considero idiota.

Hay muchas formas de quitarse la vida, pero sólo hay una, que yo sepa, infalible e indolora, sin opción a que nadie pueda evitarla y sin involucrar a nadie más que a uno mismo. Como entenderéis, no estoy tan loca como para explicarla. Pero hay otra forma de morir, no tan rápida y sí muy dolorosa. No está considerada

 un suicidio, pero es mucho peor. Es lo que veo hacer a muchas personas a mi alrededor a diario: dejarse morir porque sí, porque se han cansado de vivir o porque piensan que ya no hacen nada en este mundo.

Esas personas, simplemente, no hacen nada. Viven como robots, se alimentan para seguir respirando y que su corazón siga latiendo, pero están muertas por dentro.

Yo no le temo a la muerte ni mucho menos a los muertos. Conozco a muchas personas que se negarían rotundamente a aceptar un empleo en una morgue, aunque fuese limpiando. A mí no me importaría. Si bien es cierto que para trabajar junto a cadáveres se deberían tener unos mínimos conocimientos de anatomía (sobre todo por no pegarse un susto ante un movimiento o sonido imprevisto pero normal), no creo que habiendo sido informado sobre eso nadie debiera temer nada por quedarse en una habitación junto a una persona que acaba de fallecer. Al fin y al cabo, a mí me parece más fácil (no más agradable) tratar con muertos que con vivos. Los primeros no se quejan.

No me preocupa mi muerte, sólo me llama la atención igual que cualquier tema del que se desconoce casi todo. Y siento mucha curiosidad, aunque no tengo ninguna prisa por satisfacer esa curiosidad.

Lo que sí me preocupa es que pudiéndose evitar no se haga, porque, aunque a todos nos va a tocar probarla, hay medios para paliar el sufrimiento que causan las enfermedades, el hambre, los accidentes…

Pero eso es otro tema.

La muerte
La muerte

De lo que yo quería hablar es de que bromear sobre la muerte no provoca una muerte, ni se falta al respeto a nadie por ello.

Creo que el respeto se debe tener hacia los vivos en primer lugar, que nadie se convierte en buena persona cuando se muere y que las flores y los besos se deben dar en vida y no esperar a darlos agachándonos frente un ataúd mientras lloramos arrepentidos por no haberlo hecho antes, cuando sí era seguro que iban a ser recibidos.

La muerte no es el momento de decir te quiero; para eso tenemos toda la vida. Y si , por casualidad, yo muriera antes de que se publique este texto, no sería por haber hablado de ello. Sería, como digo, pura casualidad. Y por supuesto que debería publicarse de todos modos, sin ninguna contemplación ni sentimiento de faltarme a mí al respeto ni a mi familia.

La mayor ofensa que se puede hacer es callarse lo que se piensa y esa ofensa es con uno mismo, no con nadie más, ni vivo ni muerto.