Archivo de la etiqueta: El Salvador

Crack

por Josué Andrés Moz

Rosa Polar hierve entre las manos.

Burbujeo incandescente.

En mi pecho las cucarachas ponen sus huevos.

Extraviado está el niño que con los años devolví a su pesebre.

Escucho el beso que me niegan, el beso que no doy.

La ciudad es un espejo roto donde mi nombre encuentra su lugar.

Soy ese pozo muerto,
sitio en el silencio,
inmóvil catedral de los sueños.

Me arrodillo sobre mi rostro & ahogo mis párpados entre mis venas.

Cada esquina de la noche tiene mi cuerpo dibujado;
mi rostro tres disparos, mi costilla seis navajas
& mi tristeza degollada para repartir a los testigos.

Camino entre automóviles & calaveras enfermas,
entre la música de los basureros, entre las caries de los suicidas.

Sucias están mis manos & siempre limpio mi corazón.

Amo la herida consciente & los látigos de la madrugada,
las gasolineras abiertas,
los golpes de los hombres que nada tienen que perder,
las caricias a la orilla de la calle,
las monedas abandonadas en los charcos,
los policías extraviados en sí mismos,
las mujeres que exprimen su dolor como a un limón seco.

Hierven mis manos, Rosa Polar.

Soy el humo que rebota en los tejados,
la ceniza repartida en las historias de amor,
el tacto siempre enfermo & la piel que vio parir a sus gusanos.

Es fácil, no me quejo:
he olvidado mi nombre & cicatrizado mi culpa
entre las manos de mis amigos & la fiebre de mis amantes.

Escaleras abajo mi país escupe su amargura sobre mi rostro.

Es imposible respirar.

Rosa Polar que ardes entre mis dedos,
a través de ti soy una barca ignorando todos los puertos.

Entran las hormigas bajo mi piel. Telaraña azul.

Ella dice que me ama & pregunta mi apellido;
tiene los labios negros & el cabello corto,
su vientre suave como el silencio,
como el amor de los cuchillos,
como una ráfaga a la cual no debo temer.

Sucias están mis manos & siempre limpio mi corazón.

Desgarradura tibia del abismo, Rosa Polar.

No más venas visibles ni ternura escondida,
no más lenguaje de plomo ni palabra del agua.

Ella dice que me ama & pronuncia mi apellido;
tiene en las manos el temblor de una lágrima
sobre la piel de una cuchara.

Soy ese pozo negro donde terminarán mis días.

Sueño. Rosa Polar. Vena rota. Última visión del chacal.
Amanezco desnudo & con las manos vacías.

Las cucarachas escapan de mi pecho.

Lo que queda de mí
es un susurro del espejismo.

Carcoma, poesía de aquello que vemos y nos mira

Carcoma - Portada
Carcoma – Portada

por José Luis Dávila

De a poco todos quedamos un día rendidos ante esa incertidumbre que provoca ver a nuestros pies polvo de lo que somos –¿o fuimos?–, remanentes de las acciones y pensamientos que los años han acumulado, y nos espanta, por supuesto, porque a veces son reflejo que nos obliga a conocer aquello que no queremos conocer y, otras, son fantasma que acosa el hogar en el cual nos creíamos a salvo del acecho de la memoria.

Sin embargo, siempre queda un breve lugar para recomponerse de hacer consciente estos resquicios; ese lugar es el lenguaje. Lenguaje que toma forma de texto, texto que toma forma de escotilla para el escape a discreción. Aunque dicho escape es sólo una ilusión porque esos restos las vamos dejando a cada paso, pese a que no los volteemos a ver.

Casquillos
Casquillos

Carcoma (La Chifurnia, 2017), de Josúe Andrés Moz, es una representación de todo lo anterior, funciona como una imagen de aquello que se transita en dualidad, como un adentro y un afuera, como el sentido completo frente a la seguridad de que sólo es gracias a las partes que lo construyen.

El libro es poesía que explora los resabios que se van dejando de lado en la vía que se elige, lo que le da un valor agregado de movimiento y búsqueda de sentido a través de preguntas simples que surgen en la experiencia misma.

Carcoma es un trabajo que muestra una voz salvadoreña nueva que, si bien, no aborda grandes cuestiones, hace que los pequeños temas íntimos se conviertan en puntos de reflexión para todo aquél que llega a leerlo.

Tres poemas

pipa2

Por Josué Andrés Moz

CARCOMA

Mi abuela no teje sino la culpa en los labios azules de su madre
Ella es un cementerio interminable de noches rencorosas
un paisaje de gaviotas que se desploman sobre la piel de los inviernos
una bahía de palabras cercenadas en la boca de sus nietos.

(De: CORRESPONDENCIAS)

 

CARTA PARA LEER A LA DIESTRA DE CUALQUIER SEBASTIAN MELMOTH

 

Se han tatuado ya

todos los pasos en la espalda del leproso

Hombres y mujeres
establecen su repudio
en el tintineo de las campanas
que apretadas yacen en cada garganta
de quienes quisieron pronunciar el amor

Crecen niños
como piezas de un rebaño bien educado para el desprecio
y son sus corazones alcantarillas nocturnas
labradas por la mano definitiva del silencio

Detrás de la puerta
las lenguas tejen eternas coronas de espinas
que posarán luego dulcemente sobre las cabezas
de los hombres que besan a otros hombres
desde los labios rojos de sus mujeres.

(De: EL EVANGELIO DE LOS TRISTES)

 

DEFINITIVA CARTA AL PADRE

Hemos aprendido a decir tu nombre con otras lenguas
a pronunciar la estatura que esperamos de tu misericordia
e instalar tu rostro en las grietas de nuestras rodillas

Aprendimos a esperar tu abrazo:
colgados de esta cruz podrida por la desesperanza
y acechada por los perros que custodian
los designios del hambre en esta ciudad

Padre devuélvenos las plegarias que depositamos en tu manto

Manda a que el olvido recoja cada uno de nuestros cuerpos
ahora derrotados en el limpio valle de tu ira

Nosotros que solo hemos nacido para la muerte
estamos inconformes con tu silencio
con tu mano oculta detrás de los escombros
con la paciencia que guardas ante tus hijos
que sólo pueden verte desde el ojo de una bala

Bajo estas aguas en que se clavan tus pasos
yacen insepultos los hombres y sus corazones
quebrantados por el ladrido de la pólvora
y abrasados hábilmente por el beso del exilio
pero no les desconozcas querido Padre
porque sus gargantas y sus gritos te pertenecen
porque sus estrellas masticadas y huérfanas de todo cariño
son tuyas

Desde este dolor plantamos un grano de mostaza en tu nombre
como quien planta su tristeza en el centro de una lágrima
cuya humedad no será jamás escuchada por tus oídos

Padre esta noche siento la furia de Caín en mis manos.

(De: EL EVANGELIO DE LOS TRISTES)

 

Josué Andrés Moz (1994). San Salvador, El Salvador. Poeta y gestor cultural. Actual estudiante de la Licenciatura en Letras en la Universidad de El Salvador. Ha publicado en diversas revistas virtuales y en antologías dentro y fuera de su país. Miembro y fundador del Colectivo Cultural Metafilia y del Colectivo de Difusión Cultural Mosaicos.

Consejos de Raúl para la eternidad

n-c3-eu120716-1_drupal-main-image-var_1468298679

Por Roberto Conde

-¡Deja eso, es mío!- dijo Raúl mientras me miraba fijamente a través de sus lentes redondos.

Aquellos lentes los había encontrado en la recámara de sus papás. Son como los un señor que cuelga de la pared del vecino de la silla de ruedas. Dice el vecino que ese señor era una estrella de rock, que lo mataron como dos años antes de que yo naciera. A mí no me gustan sus lentes, ni su pelo todo caído. Mamá asegura que se le llama pelo lacio, pero yo lo tengo chino, como ella. Le pregunté a mi mamá qué era una estrella de rock. Respondió que son personas que hacen una música bonita; a ella le gusta Queen. Me puso un disco de los que guarda debajo de la vitrina. Yo no me acerco mucho a la vitrina, en la parte de arriba hay una cabeza de payaso que me asusta. A veces, cuando mamá sale por la noche, siento que la cabeza se asoma por la puerta; aprieto muy fuerte los ojos, pero creo que la veo en la oscuridad de mis párpados. No me gusta, le pido a mamá que la tire. Ella menciona que es un recuerdo, con ella se acuerda de mi cumpleaños. Cuando la vi sobre el pastel, se me hizo bonita. Pero ya no, siento que al entrar a la casa el payaso siempre está esperándome. Cuando entro, corro muy rápido al cuarto de mamá. Ella duerme y me acerco con cuidado junto a su lado; cuando duerme, yo duermo, y el payaso de queda inmóvil en la vitrina, fuera de mis párpados.

Escuché a Queen, ahora sé qué es una estrella de rock. Yo pensaba que las estrellas sólo estaban en el cielo, y que de vez en cuando una de ellas se cansaba mucho y se dejaba caer. Lo digo porque una vez vi cómo una se caía del cielo, la vi desde la ventana. También pensaba que había una de ellas que estaba bien gorda, como Salomón, el niño al que pasamos a dejar en el transporte antes de mí. Ahora sé que se llama Luna. Yo creo que la estrella roja luego que se ve junto a ella debe tener calor.

-¿Sabías que a las estrellas se les puede matar?- cuestioné a Raúl, mientras él me quitaba mi jouils.

-¿Y cómo se las mata, si yo veo que están muy lejos y ni saltando las agarro?- me preguntó mientras movía mi jouils de un lado a otro.

Le dije que para que se murieran las estrellas tenían que ser de rock. Cuando me preguntó cómo eran las estrellas de rock le dije que ellas usaban lentes como los suyos y que tenían pelo lacio. Menos Queen, que tenía el pelo corto y unos dientotes bien blancos. Las estrellas de rock no están en el cielo, te miran fijamente desde las paredes o desde los discos; y hacen un ruido que te pone a mover el pie, expliqué a Raúl, a la vez que le quitaba mi carrito de las manos. Él se enojó, me dijo que quería el carro, y me prometió que un día me iba a empujar de la azotea. Mamá advierte que no me suba a jugar allá, que puede ser peligroso. Pero a Raúl siempre le gusta jugar en la azotea. Nunca lo veo en otra parte, ni en el parque o en alguno de los patios. Cuando alguien sube a tender la ropa, Raúl siempre se esconde detrás de algún tinaco. Dice que no quiere que lo vean, porque pueden ir a decirles a sus papás que está arriba. A sus papás tampoco les gusta que Raúl juegue en la azotea. Nunca he visto a los papás de Raúl. A lo mejor es alguno de los que luego suben a tender.

La otra vez invité a Víctor a jugar a la azotea. Él no quería, decía que le daba miedo subir hasta arriba por esas escaleras de metal. Las escaleras son como la resbaladilla que está en el parque. Subes y bajas en círculos. Le dije a Víctor que no fuera puto (así me dijo mi papá que se les dice a los miedosos).  Me miró como triste, después se enojó y sentenció que no tenía nada de malo ser puto. Me gritó que hasta Queen era puto. Yo la verdad no creo que Queen le tenga miedo a algo, usa una capa roja y en la foto que me enseñó mi mamá tiene el puño cerrado, como si le fuera a pegar a alguien. Víctor subió lentamente por las escaleras, le costó mucho. Subía un escalón y se detenía, se agarraba bien fuerte del tubo y comenzaba a llorar.

–Pinche putito- le dije desde arriba.

Víctor se portó valiente y por fin pudo subir a la azotea. Cuando estuvimos arriba, llamé a Raúl. Pensé que estaría escondido detrás de uno de los tinacos. Pero Raúl no salió. Le dije a Víctor que Raúl era un niño todo «chele», de pelo lacio, flaco y que siempre usa la misma playera de Batman. Víctor me preguntó qué era «chele», entonces me acordé de que mi mamá me había dicho que ya no usara esas palabras, porque sólo se decían en la casa de mi abuela.

–En México se dice güero- respondí a Víctor.

Me preguntó que dónde se les dice chele a los güeros, le dije que en El Salvador. Víctor me miró de forma extraña, yo creo que pensó que le estaba inventando todo. Me dijo que él nunca había visto a ese niño llamado Raúl.

–Al único que he visto con algo de Batman es a ti. También te vi vestido de Robin y de Superman- mencionó Víctor con un gesto socarrón.

Me gusta Batman y los luchadores. Mi mamá me llevó a las luchas. Estuvieron en la esquina del parque. Yo iba emocionado, pensé que vería a Mascarita Sagrada y a Octagón; al Hijo del Santo o a Blue Panter. Pero no apareció ninguno de ellos, salieron el Cometa enmascarado y el Capitán Rodríguez. A ellos nunca los había visto en las luchas que pasan los domingos en la tele, ni en las revistas que de luchadores que mi mamá me compra. Creo que al Capitán Rodríguez ya lo había visto una vez en la esquina de la casa, en “El flamingos”, cuando entré a pedir calaverita a las señores borrachos. Mi mamá me advirtió que jamás volviera a entrar a ese lugar, ni a la pulquería que estaba en la otra esquina. Yo no sabía que se llamaba pulquería, siempre pensé que era un baño. También me prohibió que me volviera a disfrazar. Me dijo que yo no podía volar como Superman, que de no haberme escuchado bien cuando le dije “ahorita vengo, voy a volar” seguramente ya estaría muerto.

Le conté a Víctor que jugaba casi todas las tardes con Raúl en la azotea, yo le prestaba mis juguetes porque Raúl no tenía. Le expliqué que seguramente Raúl era muy pobre. A veces, yo lo dejaba con mis juguetes cuando mi mamá me gritaba para ir a comer. Cuando regresaba, Raúl ya no estaba, pero mis juguetes sí. Raúl era muy bueno, jamás se los llevaba. Víctor me miró con unos ojos muy raros, con los mismos ojos que hizo cuando subía por la escalera.

–Mi mamá dice que tú estás malito, que siempre te ve jugando solo en la azotea. Mejor ya me voy.

Tuve ganas de pegarle a Víctor, pero recordé que mi mamá me dijo que eso estaba mal y que no tenía que volverlo a hacer, sino me castigaría de nuevo. Raúl preguntó: “tu amigo ese, el que se llama Víctor, cree que estás loco ¿verdad?”

– No, piensa que estoy malito- repliqué.

Me contestó que Víctor era muy menso, que no se había dado cuenta de que él se había escondido muy bien. Tan bien que ni yo lo había visto tampoco. Me dijo que se había escondido dentro del tinaco, como el chavo del ocho. Pensé que eso era lo que había pasado. Lo bueno es que hoy sí me va a conocer, para que no ande pensando que estás loco. Porque eso es en verdad lo que él piensa de ti. Además, no sé por qué quieres juntarte con él, ¿apoco ya no te diviertes conmigo?, cuestionó Raúl, a la vez que me quitaba otra vez el carro. Le expliqué que quería que lo conociera para que pudiéramos jugar los tres todas las tardes. Bueno, creo que ya viene. Le dijiste que hoy viniera a conocerme, ¿no? Raúl se quedó inmóvil mirando hacia la escalera. Comencé a escuchar los pasos que subían, muy lento.

–Es re puto- dijo Raúl, mientras me hacía señas para que fuera por Víctor.

Me acerqué a la orilla de la azotea y vi cómo Victor estaba apenas a la mitad de la escalera.

-Apúrate, Víctor. Ya está aquí Raúl. Traje mis jouils para que juguemos.

Víctor subió por fin a la azotea. Comenzó a respirar muy fuerte y me miró enojado. ¿Ya ves? Me engañaste otra vez. Estás solo acá arriba, dijo Víctor, y me dio una patada debajo de la rodilla. Me agaché porque me dolía mucho. Volteé y vi que Raúl ya no estaba. Sólo vi los coches en el suelo. Le dije a Víctor que teníamos que buscarlo, porque de seguro se había escondido dentro del tinado, como el chavo del ocho.

Mi mamá tiene razón, estás loco. Yo mejor me bajo. Se dio la vuelta para regresar a las escaleras. De repente, Raúl salió de atrás de uno de los tinacos y empujó a Víctor. Sólo vi cómo él intentó volar con los brazos. Escuché su grito y después un ruido muy fuerte, como el ruido que escuchas en tu cabeza cuando caes sin poner las manos. Me asomé por la orilla de la azotea y miré a Víctor acostado. La gente se iba juntando a su alrededor. Ahora sé que Víctor no era imaginario.