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LA POMPA DE JABÓN

Por María Mañogil

Hoy de nuevo me levanto y veo el sol.  Abro la ventana y contemplo un paisaje distinto que me recuerda dónde estoy y cómo llegué hasta aquí.  Las voces de gente al otro lado,  me hacen sonreír. Voces nuevas de gente desconocida hasta hace unos días, pero tan cercanas a la vez, tan parecidas a mí,  a mi familia, que me obligan a extrañar más esos momentos malos,  buenos,  regulares,  imperfectos, de cuando era niña y de cuando ya no lo era tanto

Me pregunto cuántos días he dormido y he soñado que vivía una realidad que no era la mía, lejos de mi mundo, encerrada en otro disfrazado de perfección, de miedo a no ser correcta, a ser yo. A protestar,  a enfadarme,  a escribir y decir lo que siento,  no por necesidad de expresarme,  sino por elección de hacerlo.

Miedo a reclamar mi espacio por no perder a quien quería,  sin entender que nada se pierde en la vida más que la propia dignidad cuando se niega a uno mismo el derecho a ser como es por sentirse integrado en un lugar al que se le impide entrar,  a pesar de haber sido invitado.

Me pregunto en qué parte me perdí cuando llegué a convertirme en huésped molesto e incordiante, mendiga sin voz y sin nombre,  dentro de un hogar del que se me pidió formar parte. Me preguntó qué fue real y qué no. Hasta dónde soñé y qué me ha hecho despertar hoy con la certeza de que quiero vivir en mi mundo imperfecto, inestable,  con la inseguridad y la duda de no saber si voy a tropezar mañana,  si me voy a caer, si me voy a alterar y no podré mantener la calma cuando se me clave una injusticia o un desprecio tras otro en mi propia piel, porque me duela,  porque tengo sentimientos,  porque soy humana,  porque estoy viva.

Desde la ventana veo a un niño haciendo pompas de jabón y una de ellas sube hasta mí y extiendo mi mano para dejarla reposar sobre ella. Se queda ahí,  intacta.

Me imagino en el interior de esa burbuja y creo haberlo vivido ya, quizás hace años en el útero de mi madre,  donde nada ni nadie podía tocarme y dañarme,  donde sólo respiraba, dormía,  me alimentaba,  jugaba tal vez con mis manos o con el cordón que me unía a ella, a su vida, a mi inminente, dependiente y diminuta vida. De repente la burbuja estalla en mi mano y desaparece. ¿Quién querría vivir allí para siempre? Ni siquiera el aire que lucha por expandirse es capaz de resistirlo.

Una pompa de jabón del más bueno,  del más caro, resistente,  del más natural,  de ese que se fabrica aún en algunas casas con el único instrumento que las manos de una mujer,  o de un hombre,  no podría proteger al aire más puro y limpio de ser corrompido por el mundo exterior.  Yo no quiero ser parte de ese aire, rodeado de jabón,  luchando por escapar o, por el contrario,  dejándose fundir en la burbuja hasta morir.

Tampoco quiero ser la burbuja protectora,  perfumada,  limpia,  cuyos restos al estallar puedes lamer y hacerte sentir en tu boca ese ligero sabor entre dulce y ácido. O no sentirlo nunca al desvanecerse en su interior ese aire resignado,  sin ansias de libertad,  fundiéndose lenta y suavemente,  protegido y sin ser consciente de que, en realidad, está muriendo.

Todo merece ver la luz a través de la oscuridad y tener derecho a romper en algún momento golpeando,  rasgando o mordiendo la fina barrera que, aunque suave y bella,  le separa del dolor, del chocar de vez en cuando contra las paredes, de darse de bruces contra el suelo,  de aprender a remontar de nuevo,  del humo tóxico del cigarrillo del que fuma,  de los rasguños de quien inevitablemente le daña,  de otros olores,  de otros colores que sólo son visibles desde el exterior, del amor,  del odio,  de las caricias, de las peleas,  de las discusiones,  de los vientos huracanados,  de la brisa refrescante del final del verano,  de la lluvia,  del sol y de las tormentas. De vivir.

Todo merece conocer eso porque todo eso es vivir.  Por eso se cuenta la vida desde que nacemos,  no porque antes de nacer no estemos vivos,  sino porque no es nuestra esa vida; es de la burbuja que nos rodea y nos protege y aísla del verdadero mundo,  del que nosotros tenemos la elección de crear.

Hoy me he despertado y he mirado por la ventana. He escuchado unas voces muy cerca de mí y no sé cuánto tiempo he estado durmiendo, soñando o muriendo. Sólo sé que estoy viva y despierta y que no quiero perderme nada de lo que me quede por vivir.
Abro la puerta de la habitación donde he permanecido encerrada no sé cuántos días, pongo cara a las voces que he escuchado y sonrío. Una de ellas me devuelve la sonrisa y me dice: Bienvenida a la vida.

L’insistance sur le vol

GATO-IMAGEN PÚBLICA
GATO-IMAGEN PÚBLICA

por Andrea Herrera

Me he acostumbrado. Porque  a través  de estos ojos he visto cómo las rutinas llegan silenciosas y pernoctan en el ovillo del sueño.

Las rutinas son  la simpleza del tiempo midiendo  la partida y  la  llegada.

La llegada ese dato más allá del encuentro o la elección y la suerte.

Yo me pregunto: ¿Nos escogimos acaso?  Y yo, no lo sé. Al contacto de las miradas no encuentro razones. Pero si me atrevo a describirlo, fue un simple temblor de azúcar, un suelo helado y sus manos sobre mí.

 Al crecer de mis bigotes y con el cambio de los climas, ambos nos acostumbramos a la presencia del otro, en un mismo lugar.

Tenía lo que un majestuoso animal como yo y los de mi raza merecemos. Sin embargo nunca me cuestione ¿El  lo tenía todo? Nunca  lo culpe, ni lo cuestione. Como  él era humano (mi humano) se reducía a ser  su propia complicación y angustia. Mi vida, en cambio, se precipitaba sobre las ventanas, las aves con su sol, lugares mullidos, algo de brincos con garras y la suficiencia  del sueño.  Su vida consistía precisamente en  no saber abalanzarse sobre la vida. Siempre  bebía aquel líquido amargo y caliente (tan horroroso)  mientras contemplaba  estúpido su computador durante horas para después  deambular intranquilo por la casa. Buscando algo, que por cierto  nunca encontraba.

El tiempo lo media y él se asumía cómplice de este pacto invisible y  elevado.

Mi enfado  por estas actitudes y desperdicios hacia los placeres de nuestro entorno  eran evidentes: comencé a ignorarle, desaparecí de su regazo, dejé la huella malsana de mis pelos por todas las telas existentes, mordí y arañe  las flores del jardín, tiré objetos tan  delicados como el viento  y salía de  casa durante largas lunas, hasta perder la cuenta de los días y los meses. Al principio mi indignación pareció no inmutarle. Pero luego comprendió todo, puesto que regresamos  a los cuidados marcados por los mimos, los  ronroneos y el calendario. El sol volvió a colocarse en su lugar, dando a nuestra vida la  tibieza a la cual nos adaptábamos tan bien.

Esta cómoda situación nos duró poco, puesto que regresó a sus hábitos de la pantalla, las infinitas páginas abiertas y el desorden en el escritorio. Su complicación humana, su desasosiego infinito, se incuba, sin duda alguna, en sus venas.

Su que hacer consistía en lo siguiente: Se sentaba frente al computador (tecleaba algo) leía lo escrito (le parecía inútil) se iba a dar una vuelta por ahí (regresaba) intentaba de nuevo alguna combinación de teclas diferentes (insistía) la luz del día cambiaba (entonces el exhausto por su necedad procedía al sueño)

Estas actitudes a mis felinos ojos eran ingenuas. Los de mi especie tenemos muy claro que las elecciones  son importantes. Si escogiera cazar  entre un mosquito (que se bien no podré atrapar) y una mosca  gorda. Sería tonto intentar aferrarme a la primera opción, siendo que una mosca esta creada para la sencillez de conducirla a la muerte, encerrándola entre el vidrio, el aire de la ventana y mi garra.

Las palabras no son mi mejor cualidad, pero supongo que mi humano comenzó a  comprender mis historias de caza mientras  contemplaba su realidad en el espejo. Realidad que intercambio por cuestiones realmente importantes como dedicarme las  estacas  del reloj sobre una cama desordenada .El juego es la mejor cura contra la tortura y la flagelación ante una pantalla que todo lo que le daba era pasos  lentos y largos o en el mejor de los casos dolores de cabeza y angustia.

Paso mucho tiempo y todo se estancó. El simplemente dejo  de salir y todo comenzó a ensuciarse. El teléfono sonaba  interminablemente hasta que él balbucía unas palabras irreconocibles llenas de podredumbre y decepción donde nacían  gotas transparentes en sus ojos.

El hastió se apoderaba de mis patitas y mis orejas.

GATO NEGRO EN LA VENTANA-IMAGEN PÚBLICA
GATO NEGRO EN LA VENTANA-IMAGEN PÚBLICA

Pero, de apoco comprendí que cambio su inestabilidad por magia. Una magia poco común para los que nacen des-alados. Ese tipo de magia que solo comprendían los colibríes de alas de cristal, las mariposas con alas rotas y las hadas. Dentro de todas sus ideas aprender a volar era una sabía decisión. Intenté enseñarle un poco el arte “caer de pie”. Gesto inútil de mi parte: no es lo mismo sentir elevarse  desde un estante que desde lo alto de un edificio. Pero, lo  que he dicho es cierto, estaba empeñado en volar. Quería volar con todos los estilos desde  la delicadeza de un insecto verde zumbador y  el terrible vuelo majestuoso del halcón.

Intentos tuvo, todos  en vano y llenos de inutilidad, o carentes de suerte. Yo insisto en que no era  culpa suya,  así es su raza. No tienen gracia alguna y la vida los mordisquea hasta dejarlos vacios. Caídas, sangre, heridas causadas por el intento del vuelo.

Una madrugada, me despertó bruscamente. Mis orejas percibieron su salida de las cobijas, el encendió la luz, y estaba hurgando en busca de…

Bostece.

Estire las patas.

Brinqué, bajando de la cama  y entre sueños, vislumbré su idea.

La técnica para alcanzar la magia había sido canalizada brillantemente: el foco de la habitación se encontraba rodeada por  una cuerda. El humano se preparaba al intento una vez más. Su necedad debía recompensarlo.

Era muy de madrugada, el sueño obligaba a mis ojos cerrar. Todo lucia borroso, y  los intentos parecían cansados.

Entonces, ¡por fin! vi  como se afianzó seguro a la cuerda. Sentí un escalofrió  recorriendo todo el pelaje. Mis ojos recorrieron constelaciones de recuerdos…

Me volví un frío ovillo.

Tal vez, el también sintió frió en estas artes nuevas del volar, lejos del tiempo, de  las cadenas, del balbuceo,  del dolor.

Incluso creo que se olvido de mi pequeño ser. Entonces me supe extraño, doloroso, errante.

Sin embargo,  un orgullo se poso sobre  mi pecho, la sensación del acto consumado. La idea materializada.

El  silencio del vacío abarroto la habitación, ahora obscura para el fin de los tiempos. Esta habitación que aleja el olor de su piel y las huellas de sus manos. Su mirar perturbado y su que hacer nimio en nuestras vidas. Encontradas y unidas por el hilo del azar.

Las agujas clavadas del minuto y del olvido entraban veloces, sobre el arte del vuelo muerto.  Y  una ausencia terrible que intento ahogar con un ronroneo inútil y un miau.