por Alejandro Vázquez
La vida corre normal. Levantarse, desayunar, metro, escuela, alcohol, casa, tarea. Así, durante días, semanas y meses. Hay algo que está jodidísimo, y tú lo sabes. Pero después de movimientos infestados, marchas estériles que terminan oliendo a mota y élites revolucionarias, uno termina ciñéndose a una omertà que va más allá del Estado, dejando intactas solamente las estructuras más básicas: amigos, familia y taqueros de confianza.
Pero la peste sigue.
Y sigue a tal grado que grita por todos los medios posibles. Las imágenes estúpidas de féis bajan por la pantalla, intercalándose con las fotografías del nuevo avión presidencial, de chicas desaparecidas, niños extraviados y de fosas comunes. Recuerdas que hace algunos años el solo término te escandalizaba, pero ahora ha pasado a ser algo normal. Y tu pensamiento se detiene ahí.
¿Qué pasa si tu pensamiento se lanza al abismo?
El avión presidencial podría pagar un quinto del presupuesto de la UNAM y más de 100 hospitales.
Las chicas desaparecidas no son solamente sus fotografías: son mujeres como tu madre, tu hermana o tus amigas: sienten. Y sí: sabes cuál es su posible destino y la desesperación e impotencia que éste representa para ellas y para sus familias. Es un cúmulo de desesperación, la peor de las incertidumbres, torturas y vejaciones que no te atreves ni a imaginar ejercidas en alguien cercano a ti.
Los carteles con imágenes de niños ausentes no son sólo su impresión: son una familia quebrada. Y sabes que pudiste haber sido tú, o cualquiera de tus sobrinos o hermanos. Son niños arrancados de un desarrollo feliz, de los padres que los concibieron y de personas que alguna vez celebraron, mal o bien, su llegada. Son niños buscados, amados, llorados. Y posiblemente, niños convertidos en simple mercancía para cualquier hijo de puta que pueda pagar por ellos.
Las fosas comunes no están llenas de materia orgánica cualquiera: son cadáveres que fueron personas capaces de hacer, pensar, reír, amar. La materia orgánica en estado de descomposición es una analogía de lo que le sucede a México. Y también lo sabes.
¿Lo peor de todo? Que después de aventarte al abismo sigues clavado frente al monitor, sin idea de qué putas puedes hacer.
Compartir links difunde la información… siempre y cuando tus contactos se tomen la molestia de siquiera darle una leída. Ir a marchas es hacer visible el descontento (lo cual está bastante bien) siempre y cuando –otra vez– no sea la misma “élite revolucionaria” doblemoralista la que tome “el mando”; la élite que es más que tú porque ya se chingó un libro de Martha Harnecker y todos los prólogos de El Capital, o la que crea su círculo de bí-ai-pís con base en simples relaciones de interés con partidos “de izquierda”. Ser parte de un colectivo puede redundar en esfuerzos que devienen en una acción que sirve para pinches nada. Los que desaparecen a nuestras hermanas, hermanos, madres, padres e hijas son los mismos que detentan el poder.
Para salir del abismo tienes dos opciones: o procuras mantener tu zona de confort a costa de cualquier cosa, o haces cualquiera de las opciones antes mencionadas y aún más. Ninguna parece factible. Pero algo tiene que hacerse, y esto ya es decisión de cada quién.
Y aunque no lo parezca, ahora ya no busco juzgar a nadie.
Sólo siento vergüenza por haber cerrado tan fuerte mis ojos durante todo este tiempo.