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Bajo el hielo

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

por María Mañogil

La soledad es muy mala, sobre todo esa soledad que se nos pega al cuerpo en las noches de verano y que, al igual que el calor, sale hirviendo por cada poro de nuestra piel, quemándola y dejando una llaga sobre ella, cuyo escozor nos desvela y nos indica el camino de entrada a las peores pesadillas, esas que empiezan mucho antes de dormir.

Pero no hablo de esa soledad que le da nombre al placer de estar solo, me refiero a esa otra que es capaz de aniquilar en un segundo la tranquilidad del  momento que nos aparta del mundo exterior y que nos desconecta de todo, para acercarnos a la sensación pavorosa de sentirnos solos, completamente solos aunque tengamos a mil personas al lado.

A todos nos gusta estar solos en algún momento, es más, lo necesitamos. Podemos leer un libro o ver una película sin tener la obligación de ser educados, de responder a preguntas, de atender a nuestros semejantes. Estando solos nos convertimos en emisores y en receptores de nuestros pensamientos y no tenemos necesidad de dar explicaciones de ellos, ni siquiera cuando decidimos utilizar ese tiempo de soledad en perderlo. Estar solos es una forma de limpiarnos de los agentes externos que nos contaminan y quedarnos así, limpios por un rato, disfrutando de esa sensación de sumergirnos en nuestra bañera, imaginaria o no y chapotear en su interior, o quizás pisar descalzos uno de esos charcos enormes llenos de barro, dejarnos caer y revolcarnos en él, ensuciando lo que otros limpian de nosotros frotando, intentando despegar los restos de lo que en verdad somos.

Sentirse solo es muy diferente a estarlo. Es lo que nos conduce por caminos que ni hubiéramos imaginado que quisiéramos recorrer. Lo que nos lleva a hacer cosas que nos parecerían absurdas en otra situación, como contemplar ensimismados a los insectos que pasean por los rincones de nuestra casa. Es esa soledad la que nos incita a cometer locuras, o lo que es lo mismo, a materializar deseos, que en “estado normal” guardaríamos bajo llave por parecernos indecentes. O eso es lo que queremos creer porque creer otra cosa nos convertiría en monstruos.  No somos lo que queremos ser ni lo que aparentamos en sociedad; somos, entre otras cosas, lo que pensamos, sea bonito o feo. Somos lo que somos: ángeles o demonios, caballeros o monstruos, princesas o putas. Y si nos disfrazamos, es en esos momentos, en los que nos sentimos tan solos, cuando nos quitamos el disfraz. Más que quitarlo, nos lo arrancamos o nos lo dejamos arrancar por alguien, quizás por algún extraño.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Ese sentimiento de soledad, de sentirse desamparado, olvidado, ignorado o invisible, es el que nos abre o nos cierra las puertas a lo que queremos hacer, dependiendo de cómo hayamos grabado en nuestro cerebro esas lecciones de moral que tanto se empeñaron en enseñarnos. A veces por miedo a un castigo divino, a veces por rebeldía y por llevar la contraria, reprimimos nuestros instintos o nos dejamos llevar por ellos, eso sí, siempre amparándonos en que nos sentimos muy solos. Eso justifica cualquier pecado que cometamos o que pensemos

La soledad es muy mala para mí, sobre todo si es sábado por la noche y no tengo un euro en la cartera porque es final de mes. No es que el dinero aplaque esa soledad, pero ayuda, sobre todo porque me permite tomar un taxi y acortar la distancia desde mi casa hasta el garito al que decido ir para ser invitada a un vodka por algún idiota de esos que se apoyan en la barra y me miran el escote cuando me acerco, que me preguntan mi nombre y lo olvidan a los dos minutos porque ya llevan media botella de whisky.

Esos que no se dan ni cuenta que esa noche, al igual que las anteriores, a lo único que van a meter mano es al bolsillo del pantalón para sacar la cartera y subvencionar las copas de las mujeres que, como yo, no cobran su sueldo hasta dentro de una semana. De todas formas, con esa cantidad de alcohol en el cuerpo, sólo podrían aspirar, con suerte, a meter la llave en la cerradura de la puerta de su casa. Algunos ni eso.

Eran poco más de las doce cuando llegué al bar al que ya he ido otras noches acompañada por alguna amiga. Esa fue la primera vez que entré sola, pero no me importó, pensé que ya encontraría a alguien conocido que estuviera lo suficientemente sobrio para acompañarme a casa en su coche por la mañana. Las doce es una buena hora. Es la hora en que Cenicienta se despoja de su vestido de princesa y vuelve a cobrar la apariencia de mujer de barrio bajo, regresa a su casa, se pone el camisón y deja a su príncipe libre para que se apoye en la barra de cualquier bar y se emborrache mientras un grupo de chicas sedientas, que no se conocen entre sí, pero respetan su turno, le vacían la cartera.

Cuando el portero me abrió la puerta no miré hacia la barra. Llevaba media hora andando y aunque la temperatura había bajado en los últimos días y el calor no era tan sofocante como las noches anteriores, sentí el sudor resbalando por mi cuello e imaginé mi cara manchada de negro con chorreones de rímel y recordé que un amigo me había comparado con un mapache unos meses atrás, un día de esos en los que lloré por algo, cuando todavía existían cosas capaces de hacerme llorar, así que me dirigí al cuarto de baño para que el espejo me dijera si estaba en condiciones de mostrar mi cara al idiota que iba a pagar aquella noche mis copas.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Entré en el baño y saludé a tres chicas que se reían a carcajadas mientras una cuarta remojaba su melena en el lavabo. Ninguna respondió a mi saludo. Le di un par de golpecitos suaves en el hombro a una de ellas para pedirle que se apartara y me acerqué al espejo tanto como pude para comprobar que no había ningún resto de pintura negra alrededor de mis ojos.

Parece que el sudor no es tan poderoso como las lágrimas para hacer que el rostro de una mujer se convierta en cuestión de minutos en el de un animal salvaje.

Recordé el comentario de mi amigo cuando me llamó mapache y le odié por ello. Después lo olvidé por completo y no lo volví a recordar hasta que, a la mañana siguiente, limpié dos enormes manchas negras que rodeaban mis ojos, frente al espejo de un cuarto de baño que no era el mío. Pero eso fue horas más tarde.

Antes tuve que mirar a un lado y al otro en el bar y buscar a un compañero complaciente de esos de usar y tirar, de esos desechables, pero resistentes a la vez, como el papel de cocina que anuncian en televisión, que absorbe mucho y molesta poco en el cubo de la basura. Y sobre todo calladito, ya que no me apetecía estar escuchando toda la noche la historia del típico hombre casado que no se separa de su mujer por sus hijos adolescentes, que no aparecen por casa más que para pedir dinero y a los que les importa bien poco con que fulano se acuesta su madre o en que prostíbulo se desfoga papá.

Tampoco tenía ganas de aguantar el rollo estudiantil de segundo año de administración de empresas, ese que suelta el chico que se hace fotos con el móvil al lado de una mujer madura para enseñárselas a sus compañeros de clase mientras les presume el cuento de “mujer extenuada después de una noche loca conmigo”, versión manipulada de “eyaculó antes de que me quitara el sostén”.

No, no me apetecía que me contaran su vida (si hubiese querido mantener una conversación más o menos interesante habría esperado a la tarde del lunes porque a la biblioteca de mi barrio también acuden hombres), así que intenté acertar esta vez y le lancé una sonrisa al que le vi más cara de panoli y con la mirada perdida en la copa. Ni demasiado viejo ni demasiado joven. Ni guapo ni feo. Me devolvió la sonrisa y lo demás fue muy fácil.

Cuando el imbécil de la barra pagó mi segundo vodka, un pinchazo en el estómago me recordó que no había cenado y a él le pareció bien la idea de invitarme a cenar a un local de esos de comida rápida. Cualquier excusa le habría parecido perfecta para salir del bar conmigo, ya que eso aumentaba las posibilidades de que acabáramos en la cama de algún hostal o donde quisiera llevarme.

Profunda soledad - Imagen Pública
Profunda soledad – Imagen Pública

Me pregunté porqué no recurriría a contratar los servicios de una prostituta, si disponía de dinero suficiente para pagar mis copas, las suyas, invitarme a cenar, pagar una habitación y el taxi que me llevaría a casa a la mañana siguiente, pero imaginé que debía ser denigrante para él y para cualquier hombre tener que pagar por algo que se supone que todo el mundo merece y que no le resultaría agradable tener que renunciar a involucrarse en el juego de la seducción, al riesgo también de ser rechazado, al no saber qué va a pasar… al fin y al cabo, la emoción es lo único que nos mantiene vivos cuando todo a nuestro alrededor se muere y pagar por todo sin lucharlo sería una forma más de sentir que se está muerto, como todo lo demás.

La soledad, cuando no la elegimos, nos hace vulnerables, débiles, mezquinos. Nos obliga, nos destroza y nos coarta, dejándonos desnudos de empatía y de compasión. Yo no sentí ninguna de esas cosas  por aquel hombre y tampoco las fingí. 

No sé porqué ni cuándo cambié mis planes de cenar e inventarme una excusa para irme a casa. Supongo que me deje llevar por la apatía que derivó de las ganas de querer dominar, de querer ser más que alguien y de tomar a quien me pareció más débil que yo para utilizarlo a mi antojo. Nadie es inmune a esa apatía y desgana que sobreviene cuando, dejando atrás la sensación de superioridad, llega de puntillas el miedo, que es lo que se esconde detrás de cualquier cosa que hagamos sin que interfiera ningún sentimiento.

Recordé mis años de adolescente cuando lo que más valoraba en un encuentro sexual era el intercambio de cariño, pero no fui capaz de recordar en qué momento ni en qué lugar se me perdieron esos valores. Supongo que me cubrí con una capa de hielo para no quemarme y ese hielo se quedó pegado a mi piel, como otra capa más que consiguió aislar mi cuerpo de eso que llaman alma. De vez en cuando se desprendía, sólo de vez en cuando, y entonces era capaz de sentir algo parecido al placer.

A la mañana siguiente reconocí al mapache en el espejo y antes de limpiar mis ojos volví a sentir ganas de llorar, pero pensé que ya lloraría en casa mientras me sumergía en una bañera llena de espuma, o mientras la soledad, la que duele, me envolviera con recuerdos y con la nostalgia de las risas de una niña, chapoteando en los charcos y con la cara cubierta de barro.